24 de febrero de 2008

Con las barbas en remojo

(Sweeney Todd, Tim Burton) Lo primero que se puede pensar de Sweeney Todd es que es un Burton de Manual. Está el alma noble que se torna oscura por las inclemencias del mundo, está el humor asociado a lo macabro, aligerándolo y profundizándolo al mismo tiempo, y están, por supuesto Johnny Deep y Helena Bonham Carter, sus actores fetiche, sin los cuales la fiesta difícilmente pueda empezar. Ante semejante menúningún seguidor de Burton puede sentirse defraudado. Pero además de lo que se esperaba encontrar, esta nueva película, nos trae algunas novedades que vale la pena comentar.

La primera, y la que menos hay que festejar, es la adopción de la comedia musical sin atenuantes. Aunque sabíamos que se trataba de la adaptación de una famosa obra de Broadway, secretamente uno esperaba que lo musical fuera solo simbólico. Es posible que haya quien disfrute de que los personajes elijan dedicarse canciones en vez de charlar como Dios manda o que se pongan a cantar con los ojos perdidos en el espacio cada vez que quieren reflexionar o mostrar que están tristes. Pero para los que no tenemos desarrollada esa sensibilidad, si las primeras tres canciones nos resultan tolerables, a partir de la cuarta deseamos que la película de un giro sorpresivo y pase a contar cómo Londres fue asolada por una epidemia de disfonía.

Preferencias a parte, la música, aunque un poco desganada, es acertada y en varias oportunidades juguetea graciosamente con los sonidos de la historia sumándole un plus a la construcción cinematográfica y alejándola de lo que pudo haber sido su versión teatral. Sorprende también la entonación del demoníaco barbero (aunque podemos sospechar mucho protull), que no desagrada ni molesta. De cualquier manera, el efecto de irrealidad que el musical crea combinado con la estética ultra plástica del director no desentona, solo vuelve todo un poco más impostado.

En la misma línea de apartarse del realismo y redoblar la estilización de lo que se muestra, hay que festejar con hurras y vítores cómo Burton lleva su también típico tratamiento de imagen hasta un extremo. En Charly y la fábrica de chocolates, el juego era recrear los colores de la infancia entre caramelos y chupetines brillantes, y en Sleepy Hollow opuso los ocres a los tonos sobresaturados para separar a los vivos de los fantasmas. En ésta, (aliado al director de fotografía Dariusz Wolski) elige los colores fríos. Los azules le cuentan a nuestros ojos lo helada y opaca que es la vida en ese Londres a la merced del inescrupuloso Juez Tupin y reserva para los espacios de felicidad añorada y los sueños futuros la claridad y los colores cálidos. Algo parecido sucedía en El cadáver de la novia, pero ahí se trataba de animación. Burton lleva su estética antiaturalista hasta el extremo y trata a los decorados y actores igual que a sus muñecos.

Durante la filmación trascendió que los productores acosaron a Burton para que intentara limitar en algo la cantidad de sangre, así podían acceder a una calificación más apta para todo público, los mismos trascendidos dijeron que el director se negó rotundamente, y que hasta amenazó con retirarse del proyecto si no le permitían derrochar hemoglobina. Lo que parecía un mito publicitario o una excentricidad pintoresca se entiende perfectamente al ver la película. En el pozo de escoria del Londres del 1700, donde todos los colores son fríos y todas las texturas ásperas, porosas e incómodas, la sangre es el único color cálido que tiene lugar. El rojo trae de vuelta a la vida al alma atormentada del barbero y contagia paulatinamente también a su ultra práctica compañera. En este contrapunto está construida la cuidada ideología visual del filme. No se podía ser sutil siendo que con la sangre fluye la historia.

El otro punto fuerte de la película está, una vez más, en las interpretaciones. Ya sabemos de ese extraño triángulo que forman Johnny, Tim y Helena, y sabemos del romance que hay entre estos actores y el lente de Burton; pero en esta película la capacidad expresiva de la dupla está aprovechada al máximo. Con recursos muy cercanos a los del cine mudo (tanto desde la cámara como desde las actuaciones) mientras los parlamentos son remplazados por otra canción que repite el lieve motive del personaje, las caras se encargan de completar con creces los sentidos que escamotea el guión.

En cuanto a la historia, sobre la perturbadora identificación con los oscuros protagonistas que es moneda corriente, este último filme tiene, quizá, un punto de vista más sórdido desesperanzador y un mensaje, definitivamente más descorazonador. El humor no deja de estar presente (la escena donde los protagonistas hacen el menú social desde la vidriera de la pastelería es increíble), pero estos destellos son más bien escasos. ¿Estamos quizá ante la faceta depresiva del rey de la depresión?

Sweeny Todd es una clásica de Burton, con todos los ingredientes que se esperan cuando se saca la entrada, pero como sucede con ciertos creadores dueños ya de una estética fuerte, su evolución parece ser más intensiva que expansiva. Como los buenos vinos, con los años encontramos sus rasgos acentuados, concentrados y estilizados. En este caso, seguramente debemos pensar que se trata de un vino tinto.

3 de febrero de 2008

Alberto Migré 3.0 (dos muestras al azar)

(Enchanted, Kevin Lima y The Tudors, Michael Hirst) “¿Por qué cantamos canciones de amor? Si suenan mal y nunca tienen razón. No se puede vivir del amor” cantaba Andrés Calamaro y profetizaba la muerte del negocio del romanticismo-clásico-multimedia.

Frases como “y fueron felices para siempre” o “el destino los unió con su lazo de amor eterno” se volvieron dudosas y demodé en los cínicos tiempos post-postmodernos. En un siglo XXI, donde el príncipe empeñaría el zapato de cristal de Cenicienta, Blancanieves mandaría a los enanos a traficar sustancias controladas para el sueño y Celeste siempre Celeste cambiaría de novio como de ropa interior, los medios audiovisuales se ven obligados a revisar los envases y contenidos de los cuentos de hadas y telenovelas con los que lucran desde siempre.

El público femenino que quisiera creer, pero ya no puede, en los cuentos rosas y edulcorados está deseoso de que se recodifiquen las historias según los signos de la época, y la industria, dispuesta a complacer a su mercado, ya lo está haciendo.

Como primera prueba de este revisionismo, se encuentra siempre a la vanguardia, si de estudios de marketing se trata, el “maravilloso mundo de colores” de los estudios Disney.

Las niñas actuales ya no caen en la trampa del príncipe azul y, paradójicamente, en Encantada, la compañía del hombre de hielo dio cuenta de este desencanto. El film mitad dibujo, mitad película, se burla de los standars del cuento de hadas y enseña a las féminas del mañana que está bien enamorarse, pero que hay que tener ojo de no volverse medio tarada con los bríos del galán de turno. Giselle en Nueva York aprende, a fuerza de ridículos, que antes de aceptar el compromiso de amor eterno, más bien vale fijarse con quien una se engancha. Los héroes de esta historia enseñan los beneficios de la sana duda a la hora de buscar marido, y la doncella en el happy end se queda con el candidato real, no con el que le ofrece un mundo de sueños. La princesa de la era tecnológica está avivada y prefiere quedarse con el apuesto Patrick Dempsey de carne y hueso (el Dr. Encanto de Greys Anatomy) que con un miembro de la realeza dibujado de un mundo que no existe.

Como segunda prueba, presento un caso aun más osado ya que el movimiento de aggiornamiento es doble. Para ello propongo al lector curioso buscar la serie de HBO The Tudors en Internet o en DVD (creo que en el cable ya terminó la temporada).

El programa toma lo que podría ser una novela histórica a lo Felipe Pigna, la mezcla en una coctelera con los genes de Alberto Migré y durante sus diez episodios la transforma en una típica novela o cuento de príncipes y princesas, que incluye al bueno, al villano, al que desea el poder y al que deja todo porque se enamora, actuando según sus ideales y objetivos. Todo ello, con escenas muy calientes protagonizadas por gente linda, muy linda (el histórico gordo y pelirrojo Enrique VIII aquí es representado por el impresionante Jonathan Rhys Meyers, y con este ejemplo no hace falta aclarar nada más). La propuesta no es inocente: The Tudors vence a los cínicos que descreen del culebrón con el argumento incuestionable de que están contando algo que verdaderamente ocurrió.

Pero el artificio no termina ahí, The Tudors no se conforma con la mixtura de género sino que, en un segundo movimiento, muta el modo de narración a formatos más actuales y digeribles. Los productores de la serie nos proponen inmiscuirnos en los avatares de la dinastía inglesa –con guerras, hogueras y cuernos incluidos- como si estuviésemos metiendo las narices en la intimidad de las salas privadas de sus castillos. La aproximación tiene más que ver con el cotilleo descarnado del True Hollywood Storie de E! que con la narración de proezas y amores a las que veníamos acostumbrados.

Los espectadores caemos por el morbo de ver el chisme de esta especie de celebrities renacentistas. Esperamos ansiosos encontrar el desenlace que ya estudiamos y fisgamos impunes la manera en que Enrique descarta a Catalina y se queda con la Bolena, por supuesto, antes de que esta pierda la cabeza, y no precisamente por amor, sino por obra y gracia de la guillotina. Además, los creadores de la serie son astutos: si la propuesta tiene rating hay cuatro esposas más del rey inglés esperando para alimentar los argumentos de las próximas temporadas.

En definitiva, la vida ya no es de color rosa y ni siquiera la ficción acepta engañarnos. Sin embargo, siempre hay lugar para la resistencia. Las soñadoras negadoras y persistentes pueden refugiarse en alguna repetición de Volver, y ver a Arnaldo André sacudir una cachetada a su pareja y jurarle amor incondicional en guaraní. O bien, emprender un viaje retro por los fabulosos mundos del blanco y negro donde Cary Grant o Hamphrey Bogart todavía las miran a los ojos y les dicen que es posible ser felices y comer perdices para siempre.