9 de abril de 2014

Pedacito de cielo


El color que cayò del cielo de Sergio Wolf
A veces, frente a algunos documentales es necesario preguntarse què es lo que en realidad vale la pena documentar. Esto parece ser lo que le pasó a Sergio  Wolf cuando componía su  película “un color que cayò del cielo”. Siguiendo la pista entre histórica y mítica del Mesòn de fierro, un inmenso meteorito que, supuestamente, cayò en medio del monte chaqueño y que, supuestamente,  fue encontrado por el explorador  español  Don Miguel Rubín de Celis (a fines del siglo XVIII), Wolf se cuela en una expedicion en su búsqueda y reconstruye la historia de esta imposibilidad. A poco de andar la película, descubrimos que el tal objeto celeste, es inubicable y acaso inexistente, y  que nuestros expedicionarios son solamente unos más en la larga genealogía de los que lo buscaron infructuosamente.
Toda esta primera  parte parece estar estructurada en esta tensión entre los dos expedicionarios: el antiguo adelantado español  que tuvo éxito en su encuentro pero que, cuando descubrió  que no era útil para sus fines comerciales, volvió a abandonarlo a las garras del monte y el moderno expedicionario que corre detrás de un espejismo que, como un nuevo Dorado, parece cada vez màs lejano y màs difuso. Frente a ellos la mirada atónita de los legos: los mocovíes que las plasmaron en sus leyendas de objetos divinos aidos del cielo y nosotros, en la sala encanados también con su historia construida de luces.
Aquì, ante ese callejón sin salida, donde se agota el documento y las pistas se pierden en testimonios variados, es donde Wolf elige dar un volantaso y cambiar el foco de su atención. Durante la búsqueda, parece haber descubierto que un cacho de hierro, aunque haya venido del espacio, no es tan interesante como la historia de las personas que se dedican a buscarlo y, sobre todo, la historia de los motivos que los impulsan.
En este punto se abre el segundo documental. Así como la primera parte se estructuraba en un contrapunto, la segunda, olvidados de nuestro primario objeto de deseo, pone también su atención en las imágenes opuestas de dos buscadores de meteoritos. Uno, Willam Cassidy,un viejo científico que viajó hace 20 años a buscarlos, desenterrarlos, medirlos y dejarlos descansando en su territorio (que poéticamente llamado Campo del cielo);  el otro, Robert Hagg, un inescrupuloso mercader tostado y vociferante que organiza expediciones para saquear meteoritos y venderlos por millones de dólares a excéntricos coleccionistas que los atesorraràn como extrañas reliquias caídas del cielo.
La construcción de los personajes no deja lugar a duda. Como si estuviéramos en una novela de detectives,  el doctor en geología  parece encarnar todo lo simple, noble y desinteresado, mientras que el mercachifle grandilocuente, todo lo malo, espurreo y malvado. Nada se ahorra de las desagradables declaraciones del comerciante que parece muy orgulloso de sus crímenes e insiste en presentar su negocio como la encarnación del sueño americano y a sí mismo como el modelo de self made man. Su construcción es distante y facesca, es una archi-villano en sentido estricto al que sólo falta frotarse las manos y reírse maquiavélicamente. En sus antípodas, en las profundidades de sus austeros archivos, el científico se muestra como un monje estricto y mesurado dedicado a su arte. Nada parece fuera de lugar, nada tiene un tono más intenso. Sus impresiones discurren plácidamente entre lo científico, pero también entre lo lo estético y lo humano. Mientras uno exhibe groseramente la piscina que contruyò con el último meteorito que vendió y sus ojos se llenan de codicia ante la posibilidad de vender un puñado de imágenes que casualmente tiene registradas de su expedición; el otro  muestra las fotos que tomó  a la gente de la zona y comparte amablemente  las modestas cintas en que grabó un incendio en el campo o unas nubes inusualmente extrañas sobre la llanura.
En este punto de la película, el mesón de fierro ya no nos interesa, el documental está hablando, en realidad sobre qué es lo que hace valioso a un objeto. El mercader dice que esas piedras, que nadie compraría si las encontrara al lado del camino, son pagadas por miles de miles cuando se confronta a la gente con la sola idea de que vienen del cielo. El valor simbólico de su origen, la construcción mágica que la idea les aporta es lo que les da valor. Él, dueño de este circo estelar, es el encargado de oficiar la transformación.  Desde el otro extremo, el viejo geólogo  dice entender el valor que la gente da al meteorito, a la piedra en sí, pero sostiene que para ellos, para los científicos, lo más importante, lo que más valor tiene es, en realidad, el cráter, el entorno, el lugar de impacto. Desde lugares que no podrían estar más distantes, en este punto curioso, los dos buscadores parecen estar sorpresivamente de acuerdo en que el valor (económico, pero también científico) no está tanto en el objeto en sí, sino en cómo impacta en el medio, no tanto en su naturaleza sino en el hecho de que esté sobre la tierra.
La idea del valor (económico, simbólico, de venta, de conservación) parece ser el tema que atraviesa toda la película: el nuevo conquistador descubrió el valor de venta que el antiguo expedicionario español no supo ver y volvió a las antípodas a cobrarse el botín con que construir su imperio. En el otro lado, otros hombres (los científicos, el maestro de la escuela con su pequeño museo de meteoritos, el guardia incorruptible que impidió el saqueo) parecen poner el valor en otro lugar, en algo más grande, más general, más importante que una acumulación de billetes.

La película que empezaba como la reconstrucción de una curiosa búsqueda de la Arcadia, termina convirtiéndose en una interesante reflexión sobre cómo se construye el valor, qué puede entenderse como patrimonio, qué es preservar, qué es cuidar, qué es saquear y qué es respetar. Pero también y fundamentalmente, se ocupa en mostrar  cómo las posibles respuestas a cada una de estas preguntas hablan mucho más de quienes las responden que del objeto que se analiza.