(“El Desencanto”. España.1976. Dirección y Guión: Jaime Chaverry; Producción: Elías Querejeta) Los protagonistas de El Desencanto tienen que lidiar con una ausencia demasiado presente en sus vidas. El difunto Leopoldo Panero- genio y figura española, poeta oficial de Franco y hoy estatua de plaza- a veces los enorgullece y otras muchas los enoja y abochorna, pero nunca los abandona. Su mujer y sus tres hijos lo evocan durante todo el documental como una sombra de la que no se pueden evadir, como “una gran mano” que los cubrió durante toda su vida.
Si no fuera tan simpático y zumbón, el clan Panero sería un grupo insoportable. Se exhibe con la impudicia que da un apellido ilustre y puede darse el lujo de ser decadente y elegante al mismo tiempo. Con gracia y naturalidad, saca sus trapos al sol en la seguridad aristocrática del que sabe que sus pequeñas bajezas importan al resto.
En El desencanto, el discurso fragmentado, la ilusión de sorprender a los protagonistas en charlas privadísimas, se completa con el efecto del clásico blanco y negro que evoca al glam ajado de celebridades cuesta debajo por Sunset Boulevard.
Durante una hora y media, ante una cámara que los registra con la contemplación pasiva que solamente provoca el deslumbramiento, los cuatro Panero cuentan su historia familiar e intentan describirse. Pero, en el marco de discusiones y declaraciones que harían regodearse a Freud en la tumba, siempre se ven obligados a aludir al padre muerto. Su imagen los define, ya sea por admiración o por rebeldía. El director, Jaime Chavarri, los deja pacientemente deschavarse, y de a poco se convierten en guionistas involuntarios de un documental de estructura impecable.
El hermano mayor, Juan Luis, emula al padre, pero no le da el cuero. El segundo, Leopoldo Jr., trata de combatirlo (en un fallido, incluso confiesa que siempre quiso cogerse a su antepasado), pero termina remplazándolo involuntariamente en el lugar de poeta insigne y objeto de devoción de su madre. En tanto, Michi (amigo del director, alma mater del proyecto, y maestro de ceremonia de este concierto de locos) se define como un huerfanito guapo y justifica su desidia existencial en la ausencia de figura paterna.
Por último está la madre, que por no portar el apellido sagrado, por no pertenecer a la patria Panero, lleva la carga de incomprensión al extranjero: es doblemente condenada por no saber adecuarse a la idiosincrasia del poeta ilustre y tampoco a las demandas de renovación de los hijos.
En esta sucesión de debates y entrevistas, los conflictos de esta familia disfuncional parecen tener eco en una caja de resonancia mayor. El padre fue la España vieja, de la guerra civil que ya pasó, y sus hijos, como la España post-Franco, no saben decir quienes son, y, para peor, sospechan que no son nada bueno, porque vienen podridos de raíz.
En conclusión, si papá Panero se despertara de su sueño eterno repudiaría sin duda a todos y a cada uno de sus hijos (y el Generalísimo los mandaría a fusilar sin piedad). Esta condena podría significar tranquilamente un halago si Juan Luis, Leopoldo y Michi (o la España democrática) hubieran sabido qué hacer de bueno con su rebelión bajo protesto.