9 de octubre de 2009

Otra vuelta de tuerca


("Pajaros en la boca", Samanta Schweblin, Ed. Planeta-Emece) En tiempos donde la no ficción, lo casi autobiográfico, el realismo casi costumbrista y las influencias de Arlt y Gombrovics son casi hegemónicos en la “nueva” literatura Argentina, los cuentos de Samanta Schweblin significan un baldazo de agua fría agradable y necesario.

Cortázar, para definir lo fantástico decía que en la realidad, “entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales pasa, se cuela, un elemento, que no puede explicarse con leyes, que no puede explicarse con lógica, que no puede explicarse con la inteligencia razonante”. Esta definición, si bien Cortázar la uso para explicar sus cuentos, parece ajustarse con precisión a las narraciones de Schweblin.

Una chica perfectamente normal, un día comienza a comer pájaros; un padre esperando a su hija a la salida del colegio, mata una mariposa y luego descubre que en realidad mató a su propia hija; los chicos de un pueblo, sin razón aparente, empiezan a cavar un pozo que terminará tragándoselos sin dejar rastros. Lo absurdo, lo caprichoso, aparece en sus cuentos no como una configuración alternativa de la realidad, sino como un elemento natural, que se filtra entre lo cotidiano.

Sin renegar a la herencia de los “grandes padres” de su generación literaria, ella parece haber decidido sumar al cocktail otros nombres. Así, por ejemplo, es imposible ignorar el uso ambiguo de la perversidad a lo Silvina Ocampo, la utilización de niños para cambiar el foco de la narración de Liliana Heker, o la generación de inquietud a partir de lo eludido, al mejor estilo Carver o Salinger.

Pero quizás, el mayor mérito de Schweblin no esté tanto en los ingredientes que eligió para crear sus ficciones, sino la forma original y efectiva en la que realizó la mezcla. Esas influencias, si bien se notan cuando se lee con lupa, no saltan a la vista en una primera lectura. No se trata de que escriba un cuento “a lo Ocampo”, uno “a lo Cortázar” y otro “a lo Carver”, sino que unió detalles de cada estilo, para crear su propia voz.

Una voz cargada de violencia e impotencia, pero no siempre regodeándose en eso. En algunas narraciones, como Cabezas contra el asfalto, el protagonista utiliza esa violencia como escape de su realidad, golpeando contra el piso a todo aquel que “hiera su sensibilidad”. Pero en muchas otras, lo extraño se filtra en lo cotidiano de las personas casi sin buscarlo, como una metáfora de la propia vida, arrastrándolos a situaciones absurdas que a la larga terminan adoptando como propias. También las hay donde lo extraño, lo fantástico solo se deja adivinar, se intuye en el ambiente, pero jamás es nombrado, empujando al lector a pelear contra sus propios fantasmas.

Este segundo libro de Samanta Schweblin, ganador del premio “Casa de las americas ”, termina de confirmar que no se trata solo de una promesa de la joven narrativa argentina, sino que ya es una autora con peso propio para merecer un lugar en nuestra biblioteca.

5 de octubre de 2009

Alice in Neverland

("Los libros de Alicia", Lewis Carroll. Ed. De La Flor) Algunos personajes logran tanta fama, que terminan eclipsando a sus propios creadores. El éxito que consiguen es tan grande, que abandonan la mano del autor que los inventó, y se internan en el imaginario popular como si siempre hubiesen estado allí.

Si se le preguntara a Charles Dogson su opinión sobre el hecho de que Alicia sea uno de esos personajes, me animo a suponer que no le habría molestado en absoluto. No es una suposición muy arriesgada si se tienen en cuenta los esfuerzos que realizó el autor por ocultar la mano detrás de sus libros. “Lewis Carroll”, el nombre con el que la mayoría de nosotros conoce al autor, no es más que un seudónimo elegido por él mismo para despistar a posibles admiradores.

Los libros de Alicia, editado por De la Flor, viene a devolverle a Dogson el papel protagónico que nunca tuvo que haber perdido. Incluye Alicia en el País de Las Maravillas, Alicia a través del espejo (con La avispa con peluca, el capitulo omitido en la versión original) y La Caza del Snark. Ya de por sí, esos títulos alcanzarían para justificar la existencia de este libro en nuestras bibliotecas. Pero lo que lo transforma en un imprescindible, son los materiales añadidos que presenta.

Para empezar, las brillantes notas de Eduardo Stilman, no se limitan a las necesarias aclaraciones sobre los juegos de palabras y demás guiños que se pierden en la traducción: la principal virtud de estas notas es la de poner a Charles Dogson en medio de la escena. Usando de excusa los elementos nombrados en las diferentes obras, nos va contando una a una las obsesiones que dominaron la mente del escritor: sus invenciones, su placer por la matemática y la lógica, los juegos que inventó, y muchas más. También funcionan como una suerte de brújula literaria: ubican la obra de Lewis Carroll en la historia de la literatura, citando sus influencias (las que lo inspiraron y las que inspiro él). No sólo nos ayudan a comprender el contexto en que fueron creados los libros, también le devuelve a Dogson el valor que merece en la historia de la literatura.

Una vez presentadas las tres historias, a modo de “bonus track”, se ofrece una selección de las cartas que Dogson escribió a sus “niñas amigas”, a lo largo de toda su vida. Esta correspondencia es tan atrapante, que al finalizar el libro, nos habremos olvidado por completo de Alicia y las demás historias. Es que a partir de ellas uno toma conciencia del real talento del escritor, comprende mucho más que sus obras, y decididamente ya no puede leerlas con los mismos ojos.

Dogson era un personaje sumamente ambiguo y exótico. Diácono (renunció a ser nombrado sacerdote, según dicen, por culpa de un insoportable tartamudeo), profesor de matemáticas, inventor, fotógrafo, y sobre todo amante de las niñas. Estos dos últimos rasgos, son los más controversiales y enigmáticos de su vida.

A pesar de ser únicamente un fotógrafo aficionado, llegó a ser uno de los mayores retratistas de niños en su época. Esto no tendría nada de controversial, si no fuera por la insistencia en realizar dichos retratos con “la menor cantidad de ropa posible”, y, si se le permitía, sin la presencia de los padres al momento de tomar las fotos.

También resultan inquietantes las diferentes estrategias que utilizaba el escritor para “seducir” a sus amiguitas. Cuando se cruzaba, por ejemplo, con una niña en un tren, se aproximaba y llamaba su atención con juegos que llevaba siempre en sus valijas o que inventaba en el momento. Una vez establecido el contacto y ganada su simpatía, pedía autorización a los padres para iniciar una correspondencia con la chica. Luego, las cartas se multiplicaban por cientos (tanto es así que tuvo inventar un archivador para ordenar las cartas contestadas y las que quedaban por contestar, con una pequeña síntesis de su contenido, para no perder la cuenta), las invitaba a pasear, pedía permiso para tomarles fotografías, y las invitaba a su casa en Christ Church que, al mejor estilo del “neverland” de Michael Jackson, era una suerte de paraíso de juguetes para los chicos.

Pero esta inquietud, si bien no termina de desaparecer, a lo largo de las cartas se va tornando ambigua, y uno logra, sino comprenderlo, al menos otorgarle el beneficio de la duda. Las cartas están dominadas por un afecto que, salvo en algún caso específico y dudoso, no deja sospecha de perversión. La correspondencia de Dogson se sitúa en un lugar intermedio entre la madurez del emisor de las cartas, y la niñez de las receptoras. En cada carta hay un mundo que se mueve indistintamente entre la realidad y la fantasía. Un sentimiento lúdico, afectuoso, que salvo en los pedidos para tomar fotografías, no sobrepasa el límite con la perversión.

Es realmente enternecedor el dramatismo con el que Dogson reacciona ante el paso inevitable del tiempo, cuando sus “niñas amigas” van creciendo e indefectiblemente, las pierde. Algunas de esas amigas continúan siendo “niñas” para él, y lejos de tratarse de una metáfora, sigue escribiéndoles como si fueran tales. Un auténtico Peter Pan buscando entretener a sus niñas perdidas con historias para que no crezcan.

El volumen se completa con el brillante prólogo de Borges, y abundante material gráfico. Los bocetos y dibujos originales del propio Carroll, diferentes ilustraciones de dibujantes de todas las épocas inspirados en Alicia, y una selección de las fotografías que les sacaba Dogson a sus amigas.

Si no fuera por la calidad del papel y la encuadernación del libro, estaríamos hablando de perfección. Es una obra que cualquier persona que disfrute mínimamente la literatura debería tener. Por lo brillante de las obras en si, por lo brillante de las notas, por lo apasionante de las cartas, y por la belleza de las fotografías e ilustraciones que incluye.