18 de julio de 2011

Que la inocencia nos valga

(Midninght in Paris. Woody Allen. 2011)Para los que se llenaban la boca diciendo que Woody Allen está amargado, que sus nuevas películas destilan misantropía y vinagre, a ver cómo les cae ésta. Dicen que los extremos se juntan y ahora, doblando el codo de la mitad de los geriátricos 70 nuestro amigo, adorador de Manhattan y de su hijastra asiática, se despacha con una película gozosamente infantil.


Medianoche en París requiere de una predisposición especial, pide para su disfrute que dejemos afuera del cine nuestro cinismo y nos dejemos vender alegres espejitos de colores. Ya desde la primera escena nos avisa qué es lo que vamos a ver. Se suceden una colección de postales de la París más perfecta que pueda existir, igualita a como la imaginamos cuando todavía no la conocíamos y como nos gusta recordarla cuando ya estuvimos por ahí. Es una escena larga y caprichosa donde Allen parece decirnos que nos va a hablar de la nostalgia, pero también de la esperanza. Esos lugares donde, para adelante o para atrás, ponemos las cosas más puras de nuestra, por lo general, mediocre existencia.


Después de esta apertura comienza el relato. Owen Wilson es el Woody Allen de turno (es divertido ver como la lente del director y el poder del guión puede descubrir en este rubio tostado de mirada pavota al personaje que alguna vez fue Alvy Singer o Isaac David y cuyos tics se repiten siempre en la filmografía del director). El tipo que está a punto de casarse y que circunstancialmente está de visita en París, pero que quisiera quedarse a vivir ahí porque es guionista con aspiraciones de escritor y sospecha el lugar le va a dar inspiración. Entonces, durante el día hace una vida miserable de turista gringo, pero a la noche ocurre un milagro: se transporta a la París de los años 20 y entra como Pancho por su casa a la intimidad de las celebridades más top de la época.


Y de nuevo acá la gente que gusta de encontrarle la quinta pata al gato podría decir que la descripción de la galería de artistas que Owen Wilson se encuentra es de trazo grueso, un truco de Allen para que la gilada se sienta culta por adivinar en dos diálogos que el borracho sentado en el bar es Hemingway o ese con cara de Adrien Brody que habla de rinocerontes es Dalí. Sin embargo, no creo que Allen proponga una trivia tipo “conozca a los famosos de juerga por París” (si fuera así estaría más senil de lo que pensamos y haciendo aquello de lo que se rió en toda su carrera), sino más bien, supongo que acá vuelve a importar el asunto de la vuelta a la infancia, el momento en que podíamos permitir admirar a nuestros héroes sin cuestionarlos porque es el tiempo de la construcción de los mitos. Creer, por ejemplo, que French y Berutti solamente eran patriotas que repartían cintitas celeste y blancas y que Sarmiento iba todos los días a la escuela con su guardapolvo blanco y siempre, siempre planchado. Allen sabe que la nostalgia requiere síntesis, no distraerse en suspicacias y detalles, para dedicarse solamente a sentir, que es lo importante.


A esta altura de su carrera, Allen no necesita probar que sabe filmar bellamente, ni que puede escribir diálogos precisos con el timing justo. Su pericia como director se da por sentada hasta en sus peores películas, pero hace tiempo veníamos sintiendo que a sus obras les sobraba oficio y le faltaba pasión. Por eso, Medianoche en París es una buena noticia. Celebramos la vuelta de su espíritu en este viaje alucinado, un poco bobo, pero sentido donde habita la memoria emotiva de los artistas que Woody Allen quiere y admira. Y, frente a semejante acto de sinceridad, hay que ser muy mala persona o tener el corazón de piedra para no sentirse conmovido.