29 de noviembre de 2011

Soy lo que soy


Trato de imaginarme a Almodóvar viendo cómo ataviarse para La piel que habito. Lo veo frente a un placard lleno de colores rojos y verdes intensos pensando cómo se va a vestir esta vez. Agarra un traje negro cruzado de Hitchcock. Casi nunca lo usó, pero le queda cómodo. Después ve un espléndido diamante de Douglas Sirk, a veces con más brillos, otras más opacos, pero este accesorio sí lo viene luciendo hace tiempo y le encanta. Después manotea prendas de otros directores de culto, piensa que pocos los van a identificar, pero que después se va a divertir revelando sus nombres en las entrevistas. Ahora veo la película, ya está vestido de pies a cabeza y opera el milagro: usó ropa prestada, pero se lo ve tan personal que es imposible dudar que es él. Porque La piel que habito habla de la identidad que sigue perenne –para Almodóvar y para todo cristiano– sin importar que mute la piel que uno habita, que cambie de forma, de color o de sexo.

Por eso no estaría de más para hablar de la película separar la forma del contenido. Respecto al contenido, resulta difícil no contar detalles que provoquen insultos de quienes todavía no la vieron. Pero se puede decir que Antonio Banderas es un cirujano loco que tiene secuestrada a Elena Anaya para cambiarle la piel y moldearla a su gusto y placer. Viendo la primera parte, donde apenas se presenta historia y los personajes, podría pensarse que Almodóvar tiró todo por la borda y se metió de lleno en la ciencia ficción. Pero al cabo de la segunda parte, cuando se empiezan a atar cabos y explicar motivos, es fácil identificar géneros más afines a la filmografía de este español tan amigo de los melodramas. Hay amores locos, pasiones absurdas y, también un poco de humor. Como no podía ser de otra manera, las madres (que son siempre un poco la suya pero en sus diferentes facetas) también están presentes. Marisa Paredes (mamá de Banderas) y Susi Sanchez (mamá de Jan Cornet) son dos presencias fuertes que marcan territorio y marcan historia. Las madres son el punto de partida y punto de llegada en la vida de sus hijos. Marisa Paredes dice que en su vientre solamente puede engendrarse locura, y ahí anda el nene en su casa-prisión, escarpelo en mano, secuestrando y mutilando gente, mientras su madre le prepara las masitas que a él le gustan. Paredes advierte que las cosas van a terminar mal, pero no hace nada para impedirlo y, cuando la última desgracia finalmente ocurre, no duda en acompañar a su hijo en el final de quien mal anda mal acaba. Por otra parte, está Sánchez y su feria americana, el sitio del que el hijo reniega, pero del que nunca se hubiera ido sin avisar, el único espacio donde en La piel que habito hay lugar para la comedia. Al final de su odisea, Cornet vuelve junto a su madre que, a pesar del tiempo, lo sigue esperando. Solamente volviendo al seno materno, Vicente logra confirmar que a pesar de todo lo sucedido no ha perdido su identidad.

Por otra parte, la forma resulta impecable y nunca se vio a Almodóvar tan preciso y especulador (saludemos acá al viejo Hitch). Los movimientos de cámara están manifiestamente presentes, el manchego quiere que prestemos atención a lo que está haciendo, a quien se está refiriendo, a veces en detrimento del relato. Parecería que quisiera incluir a todas las bellas artes en la pantalla. Hay escenas en que el encuadre y la composición están tan cuidados que las tomas parecen cuadros (a veces se refieren directamente a un cuadro, como en la que Banderas se recuesta para ver a Anaya y ambos funcionan como espejos de maja vestida y desnuda respectivamente –aunque ahí no se sabe bien quién tiene más desnuda el alma). También hay alteraciones temporales casi literarias y títulos de libros en manos de los protagonistas. El Cigarral está lleno de cuadros reconocibles y el fantasma de Louise Bourgeois –con sus muñecos cosidos y sus imágenes abstractas que deschavan el inconsciente– parece habitar la clínica-palacio de Toledo donde Banderas tiene cautiva a Anaya.

Almodóvar estuvo rasqueteando duro a Banderas para sacarle la cubierta de macho latino, porque lo dejó en carne viva (una carne viva demasiado tostada, hay que decirlo). Aprovechó la poca ductilidad del actor para el lado del bien, porque lo vemos en pantalla frío e inexpresivo. Si existe alguna duda en el personaje, o algún rasgo de pasión, tenemos que imaginarlos, porque la cara de Banderas y su actitud corporal no nos dicen nada. Por su lado, Elena Anaya es todo cuerpo, desnudo y vestido. En su caso, la piel que habita fue diseñada por otro (si creemos en la ficción, por el cirujano Robert Ledgard y si vemos la ficha técnica, por Jean Paul Gaultier), pero su actuación conserva como testimonio de identidad la expresión de sus ojos, los que, en primerísimos primeros planos, transmiten de principio al fin lo que en verdad siente su personaje.

En mi familia es habitual el dicho que vaticina que “el de que prestado se viste, en la calle lo desvisten”. Pero justo a Almodóvar, tan gustoso de las sentencias de viejas de pueblo no se le puede aplicar esta amenaza. En La piel que habito consigue tirarse encima casi todo el guardarropa de la cinefilia sin por eso perder su personalidad. Su cine por sí mismo ya forma parte de la alta costura.

13 de noviembre de 2011

Tres veces Ema

A lo mejor es mérito de los programadores, pero nos gusta pensar que los festivales tienen preparadas sorpresas para nosotras, coincidencias temáticas, pequeñas bromas para unir la maratón de películas que llevamos adelante cada día. Esta vez la coincidencia viene desafiando los continentes y los siglos. En menos de 24 horas nos encontramos con dos películas que, en una ocasión por sus aires, y en otra expresamente, remiten a Madame Bovary.

A finales del siglo XIX Flaubert pensó a esta ambiciosa casco suelto como encarnación de una clase burguesa que, aunque quisiera, no alcanzaba a ponerse a la altura de la aristocracia tradicional francesa. El amigo Gustave nos cuenta con cinismo, pero con una alta dosis de piedad también, las andanzas de Emma, quien cree que cambiando de hombres puede ascender de status social.


Los años pasaron (102, para ser más exactos) y a Louis Malle le pareció que el tema todavía ameritaba ser tratado, por eso lo llevó al cine (y sin querer queriendo a nuestros ojos en este festival) en Los Amantes. La Emma del siglo XX está más contenta y con tantas ganas de revolear como su antecesora. Las reglas morales se relajaron y en la Francia pre nouvelle vague no es tan reprobable un amor adúltero como las frivolidades de clase. Los burgueses acá tienen casas grandes, el refinamiento y la ociosidad de las clases altas, todo menos apellidos patricios. Malle dice que lo que le falta a Jeanne Moreau es demasiado insignificante y superficial y así se lo hace decir al príncipe azul que viene a rescatarla montado en un CV2. Por último, como si no estuviera bastante claro que el director festeja su alegre promiscuidad, le regala a su protagonista un final feliz, un amor acaramelado de comieron perdices con el pata de lana.

La segunda película, Las razones del corazón, es fiel a la obra de Flaubert. Sin traicionar ni un centímetro la ideología del autor, Arturo Ripstein rescata de Madame Bovary todo lo que pueda servir de argumento para una telenovela y así llevar la historia al terreno en que el mexicano se mueve más cómodo: el melodrama. Esta vez no hay abortos con perchas ni niños ahogados en las bañeras, pero la esencia de lo que se cuenta es también intrínsecamente cruel. La frustración de Emilia (la Emma del subdesarrollo) es una fuerza centrípeta que destruye y amarga la vida de todos los que tiene a su alrededor y la suya propia.


Uno de los méritos más grandes de Ripstein es poder traducir exactamente el espíritu de la clase burguesa de Flaubert a la clase media latinoamericana del siglo XXI. El traspaso pierde en glamour, se vuelve mucho más sórdido, pero sigue mostrando la escala de valores de aquellos para los que poseer cosas es más importante que ser. “Pertenecer” implica cierta capacidad de consumo berreta. En Ripstein no están los viajes a París ni los zapatitos de terciopelo que alegraban a Emma, sino planes frustrados de vacaciones en Disneylandia y fantasías de hoteles all inclusive.

Madame Bovary y sus circunstancias siguen vigentes en cualquier tiempo y cualquier lugar del planeta donde haya una mujer que se pregunte qué hace una chica como yo en un lugar como este. A través de los siglos persiste la fantasía de la princesa que merece ser rescatada por un príncipe azul (el que pinte) que le asegure una mejor suerte en sitios más dichosos. Cada uno en su tiempo y desde sus particulares cosmovisiones, Flaubert, Malle y Ripstein se hicieron cargo de ponerle voz a estas tristes heroínas y de su pobre idealismo. A todas ellas la saludamos, desde acá, en Mar del Plata, a la sombra de los lobos marinos.

Todo sobre mi madre


(El chico que miente, Margarit Dugas. Venezuela) “Viajo solo”, responde a todos los que le preguntan el chico con su mochilita y su cara seria, y estas dos palabras parecen ser la clave necesaria para transitar esta película. “El niño que miente” cuenta la historia de un chico que viaja a buscar a su madre desaparecida después de un aluvión de agua y piedras. El chico es casi un nene y es a todas luces demasiado joven para viajar solo. Su seriedad adulta nos hace pensar en aquel Antoine Doinel que se buscaba la vida en un mundo en disolución habitado por adultos disfuncionales. Pero la película toda es la historia de cómo viaja y de cómo en este viaje aprende realmente a estar solo.


Filmada con muy bajo presupuesto y casi exclusivamente con actores no profesionales, esta película repite la estructura clásica del viaje de iniciación, del viaje que se hace para descubrir de uno mismo lo que no se podría descubrir quedándose en casa. La directora, Marité Ugás, trabaja en eco y se pregunta una y otra vez qué es tener una madre. Nuestro niño (el “carajito”, como insisten en llamarlo según un simpático modismo venezolano) fatiga las playas bolivarianas para encontrar a la que le dio la vida pero, en el camino encuentra muchas madres y también muchos hijos. Madres sin hijos, hijos sin madres , hijos que entierran a sus madres y madres que entierran a sus hijos; madres borrachas pero que cuidan a sus hijos como reyes y santos que cuidan a sus fieles como madres.


“¿Cómo se llama una madre que perdió a su hijo? ¿Cómo se llama un hijo que mató a su madre? Pregunta el carajito como un niño que está aprendiendo a hablar a sus interlocutores. Al mismo tiempo, en cada encuentro cuenta una historia nueva, inventa una nueva versión de su novela familiar. Pero estas historias mentirosas en realidad no van dirigidas a quien las escucha, son en verdad una puesta en palabras de sus miedos y fantasías, son respuestas posibles, explicaciones para él mismo, formas de entender qué es tener una madre. El chico no tiene que esperar al final del camino para encontrarla, la va descubriendo en cada una de las estaciones de su peregrinación.

Como capas de una cebolla, la película va construyendo progresivamente la identidad de nuestro héroe, mostrando el paso de su vida de niño a la vida adulta. Pero, también, en un movimiento contrario, va reconstruyendo la prehistoria de su vida familiar y la verdad histórica que refleja e interpela a sus mentiras.

El chico sale de su casa (su casa sin paredes sin muebles, sin nada de lo que entendemos como casa) con una identidad desnuda, y en cada estación va volviéndose un poco más complejo, un poco más viejo, un poco más independiente. En cada etapa de su viaje está más cerca de encontrar a su madre, y más cerca está de no necesitarla.


12 de noviembre de 2011

En el nombre del vicio

(Guilty of romance/Sion Sono/2010)Cierta parte del más nuevo cine japonés parece hacer alarde de haber encontrado la forma de liberarse de los límites del tabú y, finalmente, sentir permiso para filmar cualquier cosa. Pero, como una maldición, aún en este estado de libertad, parecen estar condenados a seguir hablando una y otra vez de los mismos temas. La sujeción a costumbres demasiado rígidas, la tradición, el respeto a los mayores, la sojuzgamiento de la mujer a su maridos, temas tradicionales en el cine de este país vuelven a tematizarse pesar de lo abierto e innovador desde lo estético o desde lo moral que la propuesta de nuestro director de ojos rasgados sea.


En este sentido Guilty of romance no nos sorprende: esposa semigueisha de un escritor ascético estalla en una crisis de la edad madura y empieza a hacer cualquiera. En los primeros 20 minutos de película, creemos saber qué es lo que vamos a ver: una versión nipona de Belle’d jour, quizá. Pero, Sion Sono sólo está comenzando. Con la excusa de una trama policial que se desarrolla paralelamente, un guión estructurado es capítulos va sumando, en cada vuelta de tuerca, personajes y situaciones que vuelven imprevisibles y emocionantes con el desarrollo de la historia. En un movimiento de espiral extraño, nuestra señora japonesa se corrompe cada vez un poco más en una educación sentimental bizarra que, sin darnos cuenta, nos va colocando siempre un poco más allá de lo que estamos preparados para ver. Las actuaciones son impecables y sostienen un verosímil difícil de admitir. Cada personaje, en su doble (o triple) vida tiene muchas caras y tan fuerte es la construcción de cada una de estas identidades que nos hace admitir su existencia con naturalidad y
buena fe.

A pesar de que el mensaje de la película sigue siendo profundamente moral, la empatía que provocan los personajes y la sinceridad con que se internan hacia el vicio nos hace sentirlos cercanos, y extraños al mismo tiempo, simpáticos y peligrosos en proporciones iguales. La música es importante en este sentido: los fríos y matemáticos chelos barrocos del principio, que crean intranquilidad disociándose de lo que vemos, son imperceptiblemente remplazados por melodías románticas que redimen la monstruosidad y le ponen corazón. Impensablemente el guión alterna los excesos con astutas cuotas de humor ( las salchichas que ofrece nuestra heroína en el super van creciendo junto con su vicio y una ceremoniosa viejita oriental que en medio del té igual de ceremonioso pregunta a su hija y a sus amigos sin que se le altere el tono de voz “¿como va el asunto de la prostitución?”) que sirven de válvula de escape y ayudan a distender y naturalizar la tensión que crece en intensidad y violencia.

Pero toda la película está, además, atravesada por la idea de la palabra, de rescatar las palabras como algo vivo. Los personajes, la mayoría intelectuales, escritores y académico, viven en el campo de las letras y mantienen con ellas una relación tan viciosa, rastrera y prostituida como la de nuestra heroína pero que la sociedad acepta y apalude. “Las palabras tienen carne, como tu lengua, como tus muslos” dice la sensei a su pequeña saltamontes corrupta: “su carne son sus sentidos”. El contacto con el cuerpo, con la carne, con los fluidos, de alguna forma misteriosa parece estar relacionado con la recuperación de ese cuerpo perdido, de llenar ese vacío, de cortar esa distancia.


Sin poder evitar el viejo sustrato del cine japonés donde las tradiciones y las represiones engendran más vicio que virtud, Sion Sono sorprende con una película llena de ideas y con una construcción impecable.