El color que cayò del cielo de Sergio Wolf
A veces, frente a algunos documentales es necesario preguntarse
què es lo que en realidad vale la pena documentar. Esto parece ser lo que le
pasó a Sergio Wolf cuando componía su película “un color que cayò del cielo”.
Siguiendo la pista entre histórica y mítica del Mesòn de fierro, un inmenso
meteorito que, supuestamente, cayò en medio del monte chaqueño y que, supuestamente,
fue encontrado por el explorador español Don Miguel Rubín de Celis (a fines del siglo
XVIII), Wolf se cuela en una expedicion en su búsqueda y reconstruye la
historia de esta imposibilidad. A poco de andar la película, descubrimos que el
tal objeto celeste, es inubicable y acaso inexistente, y que nuestros expedicionarios son solamente
unos más en la larga genealogía de los que lo buscaron infructuosamente.
Toda esta primera parte parece estar estructurada en esta tensión
entre los dos expedicionarios: el antiguo adelantado español que tuvo éxito en su encuentro pero que, cuando
descubrió que no era útil para sus fines
comerciales, volvió a abandonarlo a las garras del monte y el moderno
expedicionario que corre detrás de un espejismo que, como un nuevo Dorado,
parece cada vez màs lejano y màs difuso. Frente a ellos la mirada atónita de
los legos: los mocovíes que las plasmaron en sus leyendas de objetos divinos
aidos del cielo y nosotros, en la sala encanados también con su historia
construida de luces.
Aquì, ante ese callejón sin salida, donde se agota el
documento y las pistas se pierden en testimonios variados, es donde Wolf elige
dar un volantaso y cambiar el foco de su atención. Durante la búsqueda, parece
haber descubierto que un cacho de hierro, aunque haya venido del espacio, no es
tan interesante como la historia de las personas que se dedican a buscarlo y,
sobre todo, la historia de los motivos que los impulsan.
En este punto se abre el segundo documental. Así como la
primera parte se estructuraba en un contrapunto, la segunda, olvidados de
nuestro primario objeto de deseo, pone también su atención en las imágenes opuestas
de dos buscadores de meteoritos. Uno, Willam Cassidy,un
viejo científico que viajó hace 20 años a buscarlos, desenterrarlos, medirlos y
dejarlos descansando en su territorio (que poéticamente llamado Campo del cielo);
el otro, Robert Hagg, un inescrupuloso mercader tostado y vociferante que
organiza expediciones para saquear meteoritos y venderlos por millones de dólares
a excéntricos coleccionistas que los atesorraràn como extrañas reliquias caídas
del cielo.
La construcción de los personajes no deja lugar a duda. Como
si estuviéramos en una novela de detectives, el doctor en geología parece encarnar todo lo simple, noble y
desinteresado, mientras que el mercachifle grandilocuente, todo lo malo, espurreo
y malvado. Nada se ahorra de las desagradables declaraciones del comerciante
que parece muy orgulloso de sus crímenes e insiste en presentar su negocio como
la encarnación del sueño americano y a sí mismo como el modelo de self made man.
Su construcción es distante y facesca, es una archi-villano en sentido estricto
al que sólo falta frotarse las manos y reírse maquiavélicamente. En sus antípodas,
en las profundidades de sus austeros archivos, el científico se muestra como un
monje estricto y mesurado dedicado a su arte. Nada parece fuera de lugar, nada
tiene un tono más intenso. Sus impresiones discurren plácidamente entre lo científico,
pero también entre lo lo estético y lo humano. Mientras uno exhibe groseramente
la piscina que contruyò con el último meteorito que vendió y sus ojos se llenan
de codicia ante la posibilidad de vender un puñado de imágenes que casualmente
tiene registradas de su expedición; el otro muestra las fotos que tomó a la gente de la zona y comparte amablemente las modestas cintas en que grabó un incendio
en el campo o unas nubes inusualmente extrañas sobre la llanura.
En este punto de la película, el mesón de fierro ya no nos
interesa, el documental está hablando, en realidad sobre qué es lo que hace
valioso a un objeto. El mercader dice que esas piedras, que nadie compraría si
las encontrara al lado del camino, son pagadas por miles de miles cuando se
confronta a la gente con la sola idea de que vienen del cielo. El valor simbólico
de su origen, la construcción mágica que la idea les aporta es lo que les da
valor. Él, dueño de este circo estelar, es el encargado de oficiar la transformación.
Desde el otro extremo, el viejo geólogo dice entender el valor que la gente da al meteorito,
a la piedra en sí, pero sostiene que para ellos, para los científicos, lo más
importante, lo que más valor tiene es, en realidad, el cráter, el entorno, el
lugar de impacto. Desde lugares que no podrían estar más distantes, en este
punto curioso, los dos buscadores parecen estar sorpresivamente de acuerdo en
que el valor (económico, pero también científico) no está tanto en el objeto en
sí, sino en cómo impacta en el medio, no tanto en su naturaleza sino en el
hecho de que esté sobre la tierra.
La idea del valor (económico, simbólico, de venta, de conservación)
parece ser el tema que atraviesa toda la película: el nuevo conquistador descubrió
el valor de venta que el antiguo expedicionario español no supo ver y volvió a
las antípodas a cobrarse el botín con que construir su imperio. En el otro lado,
otros hombres (los científicos, el maestro de la escuela con su pequeño museo
de meteoritos, el guardia incorruptible que impidió el saqueo) parecen poner el
valor en otro lugar, en algo más grande, más general, más importante que una acumulación
de billetes.
La película que empezaba como la reconstrucción de una
curiosa búsqueda de la Arcadia, termina convirtiéndose en una interesante reflexión
sobre cómo se construye el valor, qué puede entenderse como patrimonio, qué es
preservar, qué es cuidar, qué es saquear y qué es respetar. Pero también y
fundamentalmente, se ocupa en mostrar cómo
las posibles respuestas a cada una de estas preguntas hablan mucho más de
quienes las responden que del objeto que se analiza.
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