(Derrumbe. Daniel Guebel. Editorial Mondadori) La propia historia como material literario, terreno peligroso si los hay. A todo el mundo le gusta hablar de sí mismo, pero cuidado!: para que la confesión merezca un libro hay que tener algo trascendente para contar o, al menos, conseguir que la forma de hacerlo lo vuelva interesante.
A ninguna de estas metas llegó Daniel Guebel con su libro Derrumbe, la novela que narra la cuesta abajo afectiva a la que lo empujó su separación.
El primer problema que encontramos es de clasificación: esta novela alcanza a la categoría de tal solamente por el grosor de libro que logró imprimir Mondadori a fuerza de doble espacio y letra gigante. Posiblemente Guebel haya elegido el formato de novela porque su historia no tiene ni siquiera la fuerza dramática para sostener un cuento. Ni siquiera las anécdotas que intercala en la narración- en forma de recuerdos de los personajes- solucionan el problema y dan la sensación de estar leyendo un Frankestein de órganos separados que apenas puede caminar. Las pequeñas apostillas, salvo algunas excepciones, son bastante insulsas, y el paralelo con las reflexiones personales del protagonista es tan obvio que el parche queda al descubierto y deja la desazón de pasar los renglones sin haber avanzado nada en la historia
En estos días otros escritores compatriotas y contemporáneos a Guebel se sumaron a la moda autobiográfica, pero la abordaron con un planteo distinto. Los últimos libros de Alan Pauls y Juan Forn cuentan experiencias personales, con la pretensión- que en cada caso se podrá juzgar si resultó exitosa o no- de contar desde la propia intimidad la historia argentina. Una suerte de narrar la generalidad desde lo particular. En cambio, Guebel decidió lo contrario, Derrumbe es un mero ejercicio de ego, y en la descripción de su yo también falla.
El antihéroe de la historia debería caernos simpático: no resultaría nada difícil mirarnos en su espejo, porque a todos nos dejaron alguna vez. Pero el derrumbado Guebel cuenta su cuento desde una modestia tan falsa que sólo puede irritar al lector y hacerle pensar que se merece todo lo que le estuvo pasando y que decidió hacernos leer.
En un pretendido tono paródico, Guebel se define como un genio incomprendido, con una vida inevitablemente orientada hacia el fracaso. Sin embargo, aunque expresamente se ríe de esa postura y se pega latigazos, la descripción que hace del resto de los personajes que lo rodean deja entrever que verdaderamente el autor se cree superior a su entorno. Su familia adoptiva es boba y despreciable, sus amigos son una ruina de personas, las mujeres se enamoran fatalmente de él aunque haga todo lo posible para boicotear sus relaciones. En resumen, la identificación personal naufraga con la soberbia: la ironía en sus letras no es ni siquiera divertida y revela un sentimiento de superioridad antipático. Aunque viva situaciones análogas, nadie se siente solidario con quien cuenta su drama describiendo a los demás subido a un banquito.
El primer problema que encontramos es de clasificación: esta novela alcanza a la categoría de tal solamente por el grosor de libro que logró imprimir Mondadori a fuerza de doble espacio y letra gigante. Posiblemente Guebel haya elegido el formato de novela porque su historia no tiene ni siquiera la fuerza dramática para sostener un cuento. Ni siquiera las anécdotas que intercala en la narración- en forma de recuerdos de los personajes- solucionan el problema y dan la sensación de estar leyendo un Frankestein de órganos separados que apenas puede caminar. Las pequeñas apostillas, salvo algunas excepciones, son bastante insulsas, y el paralelo con las reflexiones personales del protagonista es tan obvio que el parche queda al descubierto y deja la desazón de pasar los renglones sin haber avanzado nada en la historia
En estos días otros escritores compatriotas y contemporáneos a Guebel se sumaron a la moda autobiográfica, pero la abordaron con un planteo distinto. Los últimos libros de Alan Pauls y Juan Forn cuentan experiencias personales, con la pretensión- que en cada caso se podrá juzgar si resultó exitosa o no- de contar desde la propia intimidad la historia argentina. Una suerte de narrar la generalidad desde lo particular. En cambio, Guebel decidió lo contrario, Derrumbe es un mero ejercicio de ego, y en la descripción de su yo también falla.
El antihéroe de la historia debería caernos simpático: no resultaría nada difícil mirarnos en su espejo, porque a todos nos dejaron alguna vez. Pero el derrumbado Guebel cuenta su cuento desde una modestia tan falsa que sólo puede irritar al lector y hacerle pensar que se merece todo lo que le estuvo pasando y que decidió hacernos leer.
En un pretendido tono paródico, Guebel se define como un genio incomprendido, con una vida inevitablemente orientada hacia el fracaso. Sin embargo, aunque expresamente se ríe de esa postura y se pega latigazos, la descripción que hace del resto de los personajes que lo rodean deja entrever que verdaderamente el autor se cree superior a su entorno. Su familia adoptiva es boba y despreciable, sus amigos son una ruina de personas, las mujeres se enamoran fatalmente de él aunque haga todo lo posible para boicotear sus relaciones. En resumen, la identificación personal naufraga con la soberbia: la ironía en sus letras no es ni siquiera divertida y revela un sentimiento de superioridad antipático. Aunque viva situaciones análogas, nadie se siente solidario con quien cuenta su drama describiendo a los demás subido a un banquito.
En definitiva, poco tenemos que hacer los lectores con Derrumbe, una obra, que con menos pretensiones, debería estar destinada al círculo íntimo del escritor verdaderamente preocupado por sus altibajos emotivos. Pero nosotros, los terceros, somos de palo, así que Guebel, como dice la conocida filosofa contemporánea: “si querés llorar, llorá”, pero a nosotros no nos llores encima.
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