29 de noviembre de 2011

Soy lo que soy


Trato de imaginarme a Almodóvar viendo cómo ataviarse para La piel que habito. Lo veo frente a un placard lleno de colores rojos y verdes intensos pensando cómo se va a vestir esta vez. Agarra un traje negro cruzado de Hitchcock. Casi nunca lo usó, pero le queda cómodo. Después ve un espléndido diamante de Douglas Sirk, a veces con más brillos, otras más opacos, pero este accesorio sí lo viene luciendo hace tiempo y le encanta. Después manotea prendas de otros directores de culto, piensa que pocos los van a identificar, pero que después se va a divertir revelando sus nombres en las entrevistas. Ahora veo la película, ya está vestido de pies a cabeza y opera el milagro: usó ropa prestada, pero se lo ve tan personal que es imposible dudar que es él. Porque La piel que habito habla de la identidad que sigue perenne –para Almodóvar y para todo cristiano– sin importar que mute la piel que uno habita, que cambie de forma, de color o de sexo.

Por eso no estaría de más para hablar de la película separar la forma del contenido. Respecto al contenido, resulta difícil no contar detalles que provoquen insultos de quienes todavía no la vieron. Pero se puede decir que Antonio Banderas es un cirujano loco que tiene secuestrada a Elena Anaya para cambiarle la piel y moldearla a su gusto y placer. Viendo la primera parte, donde apenas se presenta historia y los personajes, podría pensarse que Almodóvar tiró todo por la borda y se metió de lleno en la ciencia ficción. Pero al cabo de la segunda parte, cuando se empiezan a atar cabos y explicar motivos, es fácil identificar géneros más afines a la filmografía de este español tan amigo de los melodramas. Hay amores locos, pasiones absurdas y, también un poco de humor. Como no podía ser de otra manera, las madres (que son siempre un poco la suya pero en sus diferentes facetas) también están presentes. Marisa Paredes (mamá de Banderas) y Susi Sanchez (mamá de Jan Cornet) son dos presencias fuertes que marcan territorio y marcan historia. Las madres son el punto de partida y punto de llegada en la vida de sus hijos. Marisa Paredes dice que en su vientre solamente puede engendrarse locura, y ahí anda el nene en su casa-prisión, escarpelo en mano, secuestrando y mutilando gente, mientras su madre le prepara las masitas que a él le gustan. Paredes advierte que las cosas van a terminar mal, pero no hace nada para impedirlo y, cuando la última desgracia finalmente ocurre, no duda en acompañar a su hijo en el final de quien mal anda mal acaba. Por otra parte, está Sánchez y su feria americana, el sitio del que el hijo reniega, pero del que nunca se hubiera ido sin avisar, el único espacio donde en La piel que habito hay lugar para la comedia. Al final de su odisea, Cornet vuelve junto a su madre que, a pesar del tiempo, lo sigue esperando. Solamente volviendo al seno materno, Vicente logra confirmar que a pesar de todo lo sucedido no ha perdido su identidad.

Por otra parte, la forma resulta impecable y nunca se vio a Almodóvar tan preciso y especulador (saludemos acá al viejo Hitch). Los movimientos de cámara están manifiestamente presentes, el manchego quiere que prestemos atención a lo que está haciendo, a quien se está refiriendo, a veces en detrimento del relato. Parecería que quisiera incluir a todas las bellas artes en la pantalla. Hay escenas en que el encuadre y la composición están tan cuidados que las tomas parecen cuadros (a veces se refieren directamente a un cuadro, como en la que Banderas se recuesta para ver a Anaya y ambos funcionan como espejos de maja vestida y desnuda respectivamente –aunque ahí no se sabe bien quién tiene más desnuda el alma). También hay alteraciones temporales casi literarias y títulos de libros en manos de los protagonistas. El Cigarral está lleno de cuadros reconocibles y el fantasma de Louise Bourgeois –con sus muñecos cosidos y sus imágenes abstractas que deschavan el inconsciente– parece habitar la clínica-palacio de Toledo donde Banderas tiene cautiva a Anaya.

Almodóvar estuvo rasqueteando duro a Banderas para sacarle la cubierta de macho latino, porque lo dejó en carne viva (una carne viva demasiado tostada, hay que decirlo). Aprovechó la poca ductilidad del actor para el lado del bien, porque lo vemos en pantalla frío e inexpresivo. Si existe alguna duda en el personaje, o algún rasgo de pasión, tenemos que imaginarlos, porque la cara de Banderas y su actitud corporal no nos dicen nada. Por su lado, Elena Anaya es todo cuerpo, desnudo y vestido. En su caso, la piel que habita fue diseñada por otro (si creemos en la ficción, por el cirujano Robert Ledgard y si vemos la ficha técnica, por Jean Paul Gaultier), pero su actuación conserva como testimonio de identidad la expresión de sus ojos, los que, en primerísimos primeros planos, transmiten de principio al fin lo que en verdad siente su personaje.

En mi familia es habitual el dicho que vaticina que “el de que prestado se viste, en la calle lo desvisten”. Pero justo a Almodóvar, tan gustoso de las sentencias de viejas de pueblo no se le puede aplicar esta amenaza. En La piel que habito consigue tirarse encima casi todo el guardarropa de la cinefilia sin por eso perder su personalidad. Su cine por sí mismo ya forma parte de la alta costura.

13 de noviembre de 2011

Tres veces Ema

A lo mejor es mérito de los programadores, pero nos gusta pensar que los festivales tienen preparadas sorpresas para nosotras, coincidencias temáticas, pequeñas bromas para unir la maratón de películas que llevamos adelante cada día. Esta vez la coincidencia viene desafiando los continentes y los siglos. En menos de 24 horas nos encontramos con dos películas que, en una ocasión por sus aires, y en otra expresamente, remiten a Madame Bovary.

A finales del siglo XIX Flaubert pensó a esta ambiciosa casco suelto como encarnación de una clase burguesa que, aunque quisiera, no alcanzaba a ponerse a la altura de la aristocracia tradicional francesa. El amigo Gustave nos cuenta con cinismo, pero con una alta dosis de piedad también, las andanzas de Emma, quien cree que cambiando de hombres puede ascender de status social.


Los años pasaron (102, para ser más exactos) y a Louis Malle le pareció que el tema todavía ameritaba ser tratado, por eso lo llevó al cine (y sin querer queriendo a nuestros ojos en este festival) en Los Amantes. La Emma del siglo XX está más contenta y con tantas ganas de revolear como su antecesora. Las reglas morales se relajaron y en la Francia pre nouvelle vague no es tan reprobable un amor adúltero como las frivolidades de clase. Los burgueses acá tienen casas grandes, el refinamiento y la ociosidad de las clases altas, todo menos apellidos patricios. Malle dice que lo que le falta a Jeanne Moreau es demasiado insignificante y superficial y así se lo hace decir al príncipe azul que viene a rescatarla montado en un CV2. Por último, como si no estuviera bastante claro que el director festeja su alegre promiscuidad, le regala a su protagonista un final feliz, un amor acaramelado de comieron perdices con el pata de lana.

La segunda película, Las razones del corazón, es fiel a la obra de Flaubert. Sin traicionar ni un centímetro la ideología del autor, Arturo Ripstein rescata de Madame Bovary todo lo que pueda servir de argumento para una telenovela y así llevar la historia al terreno en que el mexicano se mueve más cómodo: el melodrama. Esta vez no hay abortos con perchas ni niños ahogados en las bañeras, pero la esencia de lo que se cuenta es también intrínsecamente cruel. La frustración de Emilia (la Emma del subdesarrollo) es una fuerza centrípeta que destruye y amarga la vida de todos los que tiene a su alrededor y la suya propia.


Uno de los méritos más grandes de Ripstein es poder traducir exactamente el espíritu de la clase burguesa de Flaubert a la clase media latinoamericana del siglo XXI. El traspaso pierde en glamour, se vuelve mucho más sórdido, pero sigue mostrando la escala de valores de aquellos para los que poseer cosas es más importante que ser. “Pertenecer” implica cierta capacidad de consumo berreta. En Ripstein no están los viajes a París ni los zapatitos de terciopelo que alegraban a Emma, sino planes frustrados de vacaciones en Disneylandia y fantasías de hoteles all inclusive.

Madame Bovary y sus circunstancias siguen vigentes en cualquier tiempo y cualquier lugar del planeta donde haya una mujer que se pregunte qué hace una chica como yo en un lugar como este. A través de los siglos persiste la fantasía de la princesa que merece ser rescatada por un príncipe azul (el que pinte) que le asegure una mejor suerte en sitios más dichosos. Cada uno en su tiempo y desde sus particulares cosmovisiones, Flaubert, Malle y Ripstein se hicieron cargo de ponerle voz a estas tristes heroínas y de su pobre idealismo. A todas ellas la saludamos, desde acá, en Mar del Plata, a la sombra de los lobos marinos.

Todo sobre mi madre


(El chico que miente, Margarit Dugas. Venezuela) “Viajo solo”, responde a todos los que le preguntan el chico con su mochilita y su cara seria, y estas dos palabras parecen ser la clave necesaria para transitar esta película. “El niño que miente” cuenta la historia de un chico que viaja a buscar a su madre desaparecida después de un aluvión de agua y piedras. El chico es casi un nene y es a todas luces demasiado joven para viajar solo. Su seriedad adulta nos hace pensar en aquel Antoine Doinel que se buscaba la vida en un mundo en disolución habitado por adultos disfuncionales. Pero la película toda es la historia de cómo viaja y de cómo en este viaje aprende realmente a estar solo.


Filmada con muy bajo presupuesto y casi exclusivamente con actores no profesionales, esta película repite la estructura clásica del viaje de iniciación, del viaje que se hace para descubrir de uno mismo lo que no se podría descubrir quedándose en casa. La directora, Marité Ugás, trabaja en eco y se pregunta una y otra vez qué es tener una madre. Nuestro niño (el “carajito”, como insisten en llamarlo según un simpático modismo venezolano) fatiga las playas bolivarianas para encontrar a la que le dio la vida pero, en el camino encuentra muchas madres y también muchos hijos. Madres sin hijos, hijos sin madres , hijos que entierran a sus madres y madres que entierran a sus hijos; madres borrachas pero que cuidan a sus hijos como reyes y santos que cuidan a sus fieles como madres.


“¿Cómo se llama una madre que perdió a su hijo? ¿Cómo se llama un hijo que mató a su madre? Pregunta el carajito como un niño que está aprendiendo a hablar a sus interlocutores. Al mismo tiempo, en cada encuentro cuenta una historia nueva, inventa una nueva versión de su novela familiar. Pero estas historias mentirosas en realidad no van dirigidas a quien las escucha, son en verdad una puesta en palabras de sus miedos y fantasías, son respuestas posibles, explicaciones para él mismo, formas de entender qué es tener una madre. El chico no tiene que esperar al final del camino para encontrarla, la va descubriendo en cada una de las estaciones de su peregrinación.

Como capas de una cebolla, la película va construyendo progresivamente la identidad de nuestro héroe, mostrando el paso de su vida de niño a la vida adulta. Pero, también, en un movimiento contrario, va reconstruyendo la prehistoria de su vida familiar y la verdad histórica que refleja e interpela a sus mentiras.

El chico sale de su casa (su casa sin paredes sin muebles, sin nada de lo que entendemos como casa) con una identidad desnuda, y en cada estación va volviéndose un poco más complejo, un poco más viejo, un poco más independiente. En cada etapa de su viaje está más cerca de encontrar a su madre, y más cerca está de no necesitarla.


12 de noviembre de 2011

En el nombre del vicio

(Guilty of romance/Sion Sono/2010)Cierta parte del más nuevo cine japonés parece hacer alarde de haber encontrado la forma de liberarse de los límites del tabú y, finalmente, sentir permiso para filmar cualquier cosa. Pero, como una maldición, aún en este estado de libertad, parecen estar condenados a seguir hablando una y otra vez de los mismos temas. La sujeción a costumbres demasiado rígidas, la tradición, el respeto a los mayores, la sojuzgamiento de la mujer a su maridos, temas tradicionales en el cine de este país vuelven a tematizarse pesar de lo abierto e innovador desde lo estético o desde lo moral que la propuesta de nuestro director de ojos rasgados sea.


En este sentido Guilty of romance no nos sorprende: esposa semigueisha de un escritor ascético estalla en una crisis de la edad madura y empieza a hacer cualquiera. En los primeros 20 minutos de película, creemos saber qué es lo que vamos a ver: una versión nipona de Belle’d jour, quizá. Pero, Sion Sono sólo está comenzando. Con la excusa de una trama policial que se desarrolla paralelamente, un guión estructurado es capítulos va sumando, en cada vuelta de tuerca, personajes y situaciones que vuelven imprevisibles y emocionantes con el desarrollo de la historia. En un movimiento de espiral extraño, nuestra señora japonesa se corrompe cada vez un poco más en una educación sentimental bizarra que, sin darnos cuenta, nos va colocando siempre un poco más allá de lo que estamos preparados para ver. Las actuaciones son impecables y sostienen un verosímil difícil de admitir. Cada personaje, en su doble (o triple) vida tiene muchas caras y tan fuerte es la construcción de cada una de estas identidades que nos hace admitir su existencia con naturalidad y
buena fe.

A pesar de que el mensaje de la película sigue siendo profundamente moral, la empatía que provocan los personajes y la sinceridad con que se internan hacia el vicio nos hace sentirlos cercanos, y extraños al mismo tiempo, simpáticos y peligrosos en proporciones iguales. La música es importante en este sentido: los fríos y matemáticos chelos barrocos del principio, que crean intranquilidad disociándose de lo que vemos, son imperceptiblemente remplazados por melodías románticas que redimen la monstruosidad y le ponen corazón. Impensablemente el guión alterna los excesos con astutas cuotas de humor ( las salchichas que ofrece nuestra heroína en el super van creciendo junto con su vicio y una ceremoniosa viejita oriental que en medio del té igual de ceremonioso pregunta a su hija y a sus amigos sin que se le altere el tono de voz “¿como va el asunto de la prostitución?”) que sirven de válvula de escape y ayudan a distender y naturalizar la tensión que crece en intensidad y violencia.

Pero toda la película está, además, atravesada por la idea de la palabra, de rescatar las palabras como algo vivo. Los personajes, la mayoría intelectuales, escritores y académico, viven en el campo de las letras y mantienen con ellas una relación tan viciosa, rastrera y prostituida como la de nuestra heroína pero que la sociedad acepta y apalude. “Las palabras tienen carne, como tu lengua, como tus muslos” dice la sensei a su pequeña saltamontes corrupta: “su carne son sus sentidos”. El contacto con el cuerpo, con la carne, con los fluidos, de alguna forma misteriosa parece estar relacionado con la recuperación de ese cuerpo perdido, de llenar ese vacío, de cortar esa distancia.


Sin poder evitar el viejo sustrato del cine japonés donde las tradiciones y las represiones engendran más vicio que virtud, Sion Sono sorprende con una película llena de ideas y con una construcción impecable.

17 de octubre de 2011

Claustro chico, infierno grande

El estudiante / Santiago Mitre / 2011 / Argentina
Al cine argentino le costó muchos años encontrar la forma de hablar de política. Desde el panfleto descarado hasta la metáfora fácil, la política espantó a millones de espectadores de las salas durante décadas. Presentar ideas (ideologías) en pantalla requiere de mucho cuidado para alcanzar el delicado equilibrio donde la ficción que sustenta no pase a ser una mera excusa, y para que el contenido estético (y sobre todo cinematográfico) no pierda terreno frente a las buenas (o malas, según el caso) intensiones ideológicas. También es una cuenta pendiente para el cine argentino animarse a hablar de la izquierda. En el cine post ‘70s, la presencia de la dictadura y el fantasma de sus persecuciones hacían peligroso problematizar a la política de izquierda sin que pareciera que el director se calzaba las botas. Por eso, encontrar en los cines a El estudiante nos hace pensar que todo este camino no fue en vano.


Apadrinado por los representantes más pesados del Nuevo (nuevo) Cine Argentino, Trapero y Llinás, esta película parece haber aprendido bien la enseñanza de los dos maestros: tiene la marca social que identifica a Trapero y su agudeza para hacer un reflejo realista de los pequeños entornos que reconocemos fácilmente, pero comparte con Llinás su talento implacable para contar historias perfectamente escandidas.

Mitre construye con mucho empeño la trama: los personajes están inteligentemente diseñados para moverse con fluidez entre el estereotipo (el estudiante del interior, el militante, los hijos de troscos, el egresado de El colegio) y el carácter individual. Escapando a un maniqueísmo que podría haber marcado el límite entre los buenos y los malos, el guión nos muestra personajes dinámicos que evolucionan, se salpican y se limpian y que cambian de victima a victimario permanentemente como cualquier hijo de vecino.


Pero, decididamente, el personaje más interesante es el espacio. Con algo de documental, El estudiante recorre las aulas de Sociales y nos lanza en la locación real y reconocible, con sus pintadas, capas y capas de carteles y pegotes superpuestos de generaciones de cinta scotch (se dice que el director filmó en secreto las escenas de la asamblea para aprovechar así a los extras hiperrealistas que pueblan los pasillos de una de las más militantes universidades de la UBA). El espacio no es una simple locación, es, como decíamos, un personaje más y casi podríamos afirmar que uno de los protagónicos. La facultad actúa sobre las personas, las condiciona, las trasforma y las significa permanentemente. Es un espacio lleno de información donde el discurso político circula en varios niveles: en las aulas, en la voz de los profesores, en las charlas de los cafés, en los debates de la asamblea, en las campañas de los pasillos. Navegar en estos niveles cambia a los personajes. La película aprovecha astutamente la estructura laberíntica de Sociales, con sus paredes cubiertas de pancartas y las aulas abarrotadas y caóticas, para meternos en el clima enroscado de la historia que se nos está contado. Algo se vuelve inentendible e inútil en esa superposición de discursos, igual que pierden sentido ciertas palabras que alguna vez fueron revolucionarias repetidas una y otra vez como una retórica vacía.


Pero pasada la novedad del “es tal cual”, felizmente la película no se agota: el espectador se encuentra llevado por una narrativa bien controlada que maneja la tensión con inteligencia. Los intríngulis de los laberintos de la política universitaria se extienden también hacia el exterior, hacia el mundo del afuera y, con mucha naturalidad, se proyectan en recodos más oscuros y menos bien intencionados que la pequeña política de base. Este salto al mundo, este cambio de perspectiva, se sostiene en una estructura de thriller que hace accesorio el conocimiento de primera mano del ambiente universitario. Estos personajes que hacen equilibrio entre el idealismo y el cinismo, y cambian permanentemente montados en ingenuidades de diverso grado y diferente tipo, parecen estar presos de un sistema que ellos impulsan pero los devora
.


Las razones cinematográficas de la película son intachables y, de puertas adentro de la sala, el espectados no encuentra nada que objetar. Pero existe otra dimensión que puede ser pensada con respecto a la película.


Puede pensarse fácilmente (y quizá con bastante razón) que El estudiante, ideológicamente hablando, no es más que una versión estetizada del viejo discurso que reza que en la universidad pública nadie estudia y que a lo único que se va es a hacer política. Es posible que haya bastante de esto en el corazón de este muchachito de la FUC con apellido patricio que firma como director. Pero montada en la desconfianza a la política universitaria y la crítica a una izquierda omnipresente y plural que nunca llega a nada, duerme una idea cínica sobre la política en general que podemos rastrear como marca estética en la obra de Mitre.


Así como en El amor primera parte (colectivo que Mitre integró) la trama descansaba sobre la tesis cínico biológica de que, terminado el proceso químico, aquello que llamamos amor no es más que un derrotero hacia la separación; en El estudiante este lado cínico ataca a las lucha política y la describe, sin atenuantes, como una maquinaria kafkiana que se alimenta de idealismo para transformar las buenas intensiones en intriga y corrupción.


El estudiante es una experiencia interesante para pensar de dónde viene y a dónde va el cine político argentino.

18 de julio de 2011

Que la inocencia nos valga

(Midninght in Paris. Woody Allen. 2011)Para los que se llenaban la boca diciendo que Woody Allen está amargado, que sus nuevas películas destilan misantropía y vinagre, a ver cómo les cae ésta. Dicen que los extremos se juntan y ahora, doblando el codo de la mitad de los geriátricos 70 nuestro amigo, adorador de Manhattan y de su hijastra asiática, se despacha con una película gozosamente infantil.


Medianoche en París requiere de una predisposición especial, pide para su disfrute que dejemos afuera del cine nuestro cinismo y nos dejemos vender alegres espejitos de colores. Ya desde la primera escena nos avisa qué es lo que vamos a ver. Se suceden una colección de postales de la París más perfecta que pueda existir, igualita a como la imaginamos cuando todavía no la conocíamos y como nos gusta recordarla cuando ya estuvimos por ahí. Es una escena larga y caprichosa donde Allen parece decirnos que nos va a hablar de la nostalgia, pero también de la esperanza. Esos lugares donde, para adelante o para atrás, ponemos las cosas más puras de nuestra, por lo general, mediocre existencia.


Después de esta apertura comienza el relato. Owen Wilson es el Woody Allen de turno (es divertido ver como la lente del director y el poder del guión puede descubrir en este rubio tostado de mirada pavota al personaje que alguna vez fue Alvy Singer o Isaac David y cuyos tics se repiten siempre en la filmografía del director). El tipo que está a punto de casarse y que circunstancialmente está de visita en París, pero que quisiera quedarse a vivir ahí porque es guionista con aspiraciones de escritor y sospecha el lugar le va a dar inspiración. Entonces, durante el día hace una vida miserable de turista gringo, pero a la noche ocurre un milagro: se transporta a la París de los años 20 y entra como Pancho por su casa a la intimidad de las celebridades más top de la época.


Y de nuevo acá la gente que gusta de encontrarle la quinta pata al gato podría decir que la descripción de la galería de artistas que Owen Wilson se encuentra es de trazo grueso, un truco de Allen para que la gilada se sienta culta por adivinar en dos diálogos que el borracho sentado en el bar es Hemingway o ese con cara de Adrien Brody que habla de rinocerontes es Dalí. Sin embargo, no creo que Allen proponga una trivia tipo “conozca a los famosos de juerga por París” (si fuera así estaría más senil de lo que pensamos y haciendo aquello de lo que se rió en toda su carrera), sino más bien, supongo que acá vuelve a importar el asunto de la vuelta a la infancia, el momento en que podíamos permitir admirar a nuestros héroes sin cuestionarlos porque es el tiempo de la construcción de los mitos. Creer, por ejemplo, que French y Berutti solamente eran patriotas que repartían cintitas celeste y blancas y que Sarmiento iba todos los días a la escuela con su guardapolvo blanco y siempre, siempre planchado. Allen sabe que la nostalgia requiere síntesis, no distraerse en suspicacias y detalles, para dedicarse solamente a sentir, que es lo importante.


A esta altura de su carrera, Allen no necesita probar que sabe filmar bellamente, ni que puede escribir diálogos precisos con el timing justo. Su pericia como director se da por sentada hasta en sus peores películas, pero hace tiempo veníamos sintiendo que a sus obras les sobraba oficio y le faltaba pasión. Por eso, Medianoche en París es una buena noticia. Celebramos la vuelta de su espíritu en este viaje alucinado, un poco bobo, pero sentido donde habita la memoria emotiva de los artistas que Woody Allen quiere y admira. Y, frente a semejante acto de sinceridad, hay que ser muy mala persona o tener el corazón de piedra para no sentirse conmovido.

7 de mayo de 2011

El mito de la caverna


Por Cecilia Simeoni
Cave of Forgotten Dreams.Werner Herzog.2010.
Una película de Herzog nunca es lo que es, siempre es algo más. Es otra cosa, muchas cosas más. Pero siempre, indefectiblemente un Herzog es un Herzog. No importa si es una épica en el Amazonas o si es un policial intoxicado. No importa si es un documental o una ficción, un Herzog tiene siempre una marca en el orillo que lo convierte en otro género que va más allá de las dos cosas. Un Herzog es un Herzog.

Uno de los rasgos particulares de esta marca es el exceso. Exceso de imágenes, exceso de técnica, exceso de ideas. Desde su concepción barroca del mundo, Herzog construye piezas que están en permanente tensión. Sus historias (reales o inventadas) nunca cuentan una relación armónica con el mundo. Siempre habla de una relación tensa (crispada sería la palabra ideal si no fuera porque no puede usarse más).
Por eso cuando empezó a circular el rumor de que Herzog iba a filmar un documental 3 d, los que conocemos su gusto por el exceso pensamos que quizá la experiencia iba a ir muy lejos. Y no nos equivocamos.

Como de costumbre la anécdota es lo de menos. La excusa histórico- arqueológica de visitar unas cuevas está al mismo nivel que el esquiador especialista en salto a distancia, los pozos petroleros en llamas o los escaladores de la montaña luminosa. Esta vez, parece que Werner consiguió permiso del gobierno de Francia y, cobrando sólo un euro de caché, se metió a filmar en unas cuevas que llevan 32.000 años selladas y a la que no puede entrar nadie más que un selectísimo grupo de científicos.

La mirada es atenta pero creativa. El director parece darle tanta importancia a lo que pasa dentro de la cueva como lo que pasa dentro de su cabeza. Todo lo que muestra con sensibilidad documental está colado por su punto de vista que conduce, recorta, interpreta cada dato científico y lo manipula para su interés. El uso que hace del 3d no es para nada naturalista. Aunque por momentos lo usa para darnos la impresión de estar descendiendo con él y su equipo a la zona vedada y de sufrir como él por no poder estirar la mano para tocar los huesos y las pinturas tan al alcance, la mayoría del tiempo abusa del relieve convirtiendo piedras, estalactitas y estalagmitas en potentes fantasmagorias, apariciones fantásticas que nos llenan los ojos y nos interpelan con violencia. Todo parece dispuesto dentro de la cueva para la visita: los huesos de osos cavernarios regados con cuidado para ser vistos por el lente, piedras colocadas sugestivamente que indican rituales desconocidos, marcas de animales salvajes que ya no existen y arañaron las paredes. Entre esos restos Herzog rescata historias, rastrea el rasgo humano, husmea para encontrar la marca de quienes estuvieron, habitaron y utilizaron esa cueva hace miles de miles de años. Usa el 3d con un fin sobrecogedor para rescatar el detalle mínimo, la marca de la mano, las cenizas de las antorchas, la huella y, por supuesto, los dibujos.

“Acá, junto a la entrada no hay dibujos” dice el primer científico Ciceron después de que pasamos con la cámara la vedada puerta de nuestra cápsulas del tiempo, “eligieron que estuvieran en la profundidad, en al oscuridad” y encantados con esta idea, nos conduce a la zona oscura y en ella a los pictogramas. En un juego sugestivo Herzog nos muestra con la última tecnología disponible, el 3d, las imágenes que hombres anónimos hace miles de años plasmaron con las primeras tecnologías conocidas. Estas figuras, bajo la lente de Herzog se convierten en una teoría del proto-cine cuando nos muestra que los dibujos de animales con 8 patas bebían crear un efecto de movimiento cuando se combinara las irregularidades de la cueva y los efectos de la luz vacilante de las antorchas. De la mano de otro especialista nos topamos con la idea de que las siluetas proyectadas sobre el fondo de la caverna debían dar el efecto de figuras bailantes y el inglés afectado de Herzog construye la genealogía poniendo a esos homo sapiens como precursores de Fred Astaire y como los creadores de la primera forma humana no sólo representada sino proyectada.

En este documental de Herzog la cueva no es solo una curiosidad arqueológica, es una gran caja de Pandora que encierra los secretos del origen del Arte, de pero no cualquier arte, de su arte, el cine. Los pictogramas muestran el mundo, la realidad del mundo de estos proto hombres, pero para mostrarlos lo construyen de nuevo, como Herzog, para verlo en la profundidad de una sala oscura.

Pero el director no se detiene acá, como quien junta las piezas de un gran rompecabezas, indaga, investiga, pregunta con una curiosidad infantil y con un espíritu lúdico que se deja fascinar por las respuestas, y entre estas idas y vueltas dentro y fuera de la cueva, Herzog va pisando otro terreno ya conocido de todas sus películas, la historia de gente obsesionadas. Gente para la que su ocupación no es sólo una forma de pasar el tiempo, es más bien un padecer, una enfermedad. Y así nos encontramos con las historias de quienes trabajan en la cueva: construye ante nuestros ojos el mito del arqueólogo que antes había trabajado en el circo y que tuvo que dejar de entrar a la cueva porque de noche lo perseguían leones en sueños. La de un espeleólogo que en el pasado fue un excelso perfumista y hoy confía en su nariz para detectar nuevas cuevas. La científica en jefe, especie de malvada madre superiora, que vigila celosamente los caminos de piedra pero puede reconocer a uno de los primitivos artistas por su meñique torcido. El paso de comedia del científico incapaz de mostrar la eficacia de los elementos de caza o el musicólogo que sostiene que dentro de las posibles melodías interpretadas por nuestros ancestros con una flauta de hueso de pájaro, muy posiblemente, estuviera la el himno de EEUU.

Herzog va y viene del pasado al presente, de los proto hombres a los hombres actuales. Mezcla una computadora que simula las capas de las pinturas con una hoguera prendida hace miles de siglos. Hace convivir a un niño con un lobo que quizá nunca se vieron. Hace cazar a un científico un caballo imaginario con un arma que quizá existió.

Todo es conmovedoramente cierto dentro de la caverna que en sus paredes, como en el mito platónico, tiene reflejados los arquetipos del arte que fue y del que iba a ser. Pero también todo es apariencia, todo parece especulación y, en cierta medida, fantasía incontrastable. Verdades científicas y fabulaciones están tan cerca que es difícil ver dónde termina una y empieza la otra. La cueva es una cápsula del tiempo en la que se mezclan las vidas de los hombres que vivieron hace miles de años y las que hoy viven en la cueva. Un misterio tan grande y fascinante se esconde en los motivos de unos y de otros, y el ojo de Herzog está ahí para revelárnoslo.

19 de abril de 2011


Por Cecilia Simeoni

Música Campesina. Alberto Fuguet, Chile, EEUU, 2011- Fuguet parece haber conseguido el difícil objetivo de hacer una película de inmigrantes sin caer en los lugares comunes de este género. Su película Música campesina cuenta la historia de un hombre que viaja a vivir en un país que no es el suyo pero sin caer en el miserabilismo ni el patetismo social que parece ser asunto obligado de todas las películas que abordan el tema.


Esta película cuenta la historia de Alejandro, un chileno clase media que migra a la tierra del sueño americano sin el entusiasmo típico del inmigrante. O mejor dicho con otro entusiasmo muy diferente (equivalente a la fuerza de una yunta de bueyes, según la sabiduría popular) que genera seguir a una gringa con la que ha vivido un fuerte encaprichamiento en su tierra natal. Abandonado por la chica en cuestión nuestro héroe burguesito se encuentra catapultado a un lugar en el que no esperaba encontrarse. Como no puede afrontar la vergüenza de volver a casa con el rabo entre las patas, pasea por la tierra extranjera siendo el otro, como tantos inmigrantes que llegaron allí en busca de un sueño, pero a él que el sueño se le acaba de desbaratar entre las manos, le falta la ilusión y las verdaderas ganas de integrarse.


Fuguet pasea a Alejandro por todos los cliché del género: tiene que ponerse en la piel del personal de servicio, del latin lover, del inmigrante ilegal, debe aclarar 50 veces dónde está Chile y sobre todo, debe afrontar el exilio más duro de todos: el que implica estar incomunicado cultural y lingüísticamente en una sociedad que, en el fondo, lo desprecia bastante.


Una vez más, el director podría habernos descargado una batería ejemplificadora sobre la pluralidad cultural, pero opta por caminos más complejos que llevan a la empatía por la parodia y el humor creando un personaje querible con el que es muy difícil no identificarse.


En este sentido, la lucha con el idioma es una de las herramientas principales. El inglés mentiroso que le permitía chapucear en su tierra natal y manejarse mal que mal en los viajes turísticos es, a todas luces, insuficiente entre los nativos y un humor absurdo y angustioso surge en los gags de incomunicación en los que todos (sobretodo los poliglotas chapuceros) nos sentimos solidarizados.


Esta empatía se apoya en una excelente actuación que mantiene toda la fuerza de la historia pero también en un manejo de la imagen y el sonido que actúa como potenciador de lo cercano y afín, pero también, de la fealdad y la frialdad de lo extraño y distante. La banda de sonido subraya todo el tiempo ese horizonte cultural que Estados Unidos representa para el imaginario de los habitantes "culturalmente motivados" de las ciudades grandes de Latinoamérica y al mismo tiempo desviste esta ilusión cuando descubrimos que en su entorno natural es solo paisaje lo que de lejos se ve con un aura de mito. Un astuto tratamiento del sonido nos lleva de a ratos al interior del personaje, con un off que está más cerca de un fluir de la conciencia literario (al fin y al cabo hay que recordar que Fuguet viene de la literatura) que de un recurso que en cine siempre es artificial y hasta molesto. Con la cámara pasa algo parecido, registra cuidadosamente el entorno, está puesta al servicio del los ojos del personaje y vemos todo lo feo, lo frío y lo hostil que puede ser ese no lugar en el medio de algún lado del sur de los Estados Unidos.

Contra la ilusión de encontrar una vida mejor en el primer mundo, con la conciencia de que en un mundo globalizado siempre se puede seguir siendo diferente y con las ganas de contar una vieja historia de una manera nueva, Fuguet nos presenta este pequeño cuento de iniciación que nos ayuda a pensar qué pasa cuando uno está en los zapatos del otro..

14 de abril de 2011

High-tech al servicio de la guarrada

Por Cecilia Simeoni

Torrente 4, Lethal crisis, Santiago Segura, España, 2011- No es necesario emitir juicio sobre Torrente. No es necesario e, incluso, es superfluo. Pero la experiencia de asistir a Torrente 3 D en el marco del Bafici y mucho más aún a las 10.30 de la mañana, sobria y sin amigos alrededor es única y merece ser recordada.

Por Cecilia Simeoni

La película es más de lo mismo, un compendio de humor alegremente vulgar , xenofobia y sexismo que resulta tan gracioso (aún sobrio, recién levantado y rodeado de cinéfilos) que pone fuera de cuestión todo asunto fílmico asociado a la realización o construcción del film.

Lo que se puede decir es que Santiago Segura es implacable en la construcción de su James Bond castizo y decadente y que después de la primera o la segunda Torrente en tu vida, no te que da más que sentarte ante la pantalla, suspender el juicio y entregarte a lo más adolescente y primitivo de uno para morirse de risa.


El 3D , realmente, es un detalle accesorio que no hace más ni menos gracioso el producto final. Aunque la audiencia cinéfila de la función de prensa recibió con algarabía el fogonazo de un pedo prendido como lanzallamas y unas tetas que parecían al alcance de la mano. Incluso una reputada intelectual (que solía ser de izquierda y ahora es columnista en la revista de La Nación) rió a prótesis batiente cuando Torrente dijo que para el trabajo sucio era mejor contar con la mano de un compadre... como para una pajilla.


No se puede saber bien por que Torrente funciona tan bien con un producto tan cercano a Midachi o a Sofovich. Quizás porque hablado en gallego nos resulta mas gracioso, quizás porque apela al guarro que todos llevamos dentro . Pero Torrente 4,Lethal crisis es la demostración de que Segura puede hacer reír hasta las piedras o lo que es lo mismo a un grupo de críticos que esperaba los títulos para correr a ver lo último en critica social de un director japonés.

Vencedores vencidos

Por Paola Simeoni

Qué sois ahora? Gustavo Galuppo y Mariano Goldgrob. Argentina, 2011- La Pequeña Orquesta de Reincidentes fue un rey oscuro y tapado que reinó por dieciocho años hasta que, por voluntad propia, decidió abdicar. La corona de este rey no la vieron los que no quisieron, pero brillaba fuertemente por los boliches de Buenos Aires durante los 90 y casi toda la primera década del nuevo siglo.


Este Bafici estrenó un documental que habla de ellos, y parte desde su final para contar y describir a la banda. Empieza contando de que los Reincidentes ya no existen, que no pudieron continuar y de allí, como desenterrando a un muerto, cuenta su historia.


Entonces, una corte de voces sin nombre opina sobre la banda, dice que eran independientes por convicción y vocación de ostracismo. Que no le importaban las modas y que vestían de traje para demostrar que su música iba en serio. Los hermanan con Nick Cave, con Roberto Arlt, con Emir Kusturica y Leopoldo Torre Nilsson, pero, piensan, que más que todo, eran ellos mismos haciendo lo que les salía hacer. También se lamentan de lo mal que hicieron las cosas, que no se avivaron y agarraron la sortija del triunfo, que se hundieron de puro obstinados. No lo dicen explícitamente, pero lo dan entender, creen que fueron medio salames, que no la vieron y por eso perdieron. Es sin duda, la crónica de una derrota. Pero, mientras tanto, a las imágenes y a la banda de sonido no les importa el lechuceo y gozosas se remontan al pasado, a esos recitales de humo, camisa y corbata. Contradicen el discurso derrotista de la voz en off y se exhiben triunfantes, reflejo de un pasado que, pese a todo lo dicho, cuesta encontrarle una impugnación válida.


La segunda parte del documental es todavía más injusta y triste. Se acaban las nostalgias de los recitales, se acaba la música y aparecen en video puro y duro los ex Reincidentes dando testimonio sobre el final de su proyecto. Como toda historia de amor que se acaba, las partes están tristes, de a uno se echan la culpa a si mismos y al otro y piensan que capaz, el esfuerzo invertido no valió la pena para que todo termine en fracaso. Hasta alguno llega a pronosticar que en unos años nadie se va a acordar de La Pequeña Orquesta de Reincidentes. Como dolientes de este entierro, no pueden tomar perspectiva histórica y el documental tampoco lo hace por ellos.


¿Qué sois ahora? se define desde el título. Cuestiona el estatuto actual del preguntado y pone a su vez en duda el recuerdo de su pasado. Vuelve presente y pretérito dudosos, los cuestiona en su legitimidad y vigencia, no se permite pensar que solamente las casi dos décadas de buena música alcanzan para pensar a los Reincidentes como exitosos aunque no pudieran sostener el proyecto en el tiempo. Después de ver el documental, todos nos vamos un poco tristes, pero por lo menos, fue una excusa para ver por un rato otra vez en acción a estos vencedores, aunque los muy tontos se creen vencidos.


(En el Bafici también se presentan en vivo los proyectos solistas de los ex P.O.R.. Ayer tocó Acorazado Potemkin; hoy a las 22.30 Guillermo Pesoa, y el viernes a la misma hora es el turno de Malyevados)

El otro lado

Por Paola Simeoni

Para disgusto de fóbicos, egocéntricos, ariscos y asociales en general, desde que un día Adán se despertó y se dio cuenta de que su costilla se llamaba Eva, existe una cosa tan aterradora como apasionante llamada Los Otros. Reproducidos y multiplicados, Los Otros se desparramaron por el mundo y no solamente se contentaron con su singular otredad sino que crearon diferencias más complejas como otras culturas y otras idiosincrasias. Y en este primer día de BAFICI por casualidad me tocaron ver al hilo tres películas con tres maneras distintas de mirar, enfrentar y, algunas veces, darse de narices con lo diferente.

En la primera, Música campesina, un chileno enamorado viaja al sur de los Estados Unidos siguiendo a una nativa, pero la historia le sale mal y queda solo y perdido en tierras extranjeras. Esta mini historia de supervivencia se plantea como la épica de conquista de cualquier inmigrante en tierra extraña. Aunque no pase demasiadas necesidades y siempre tenga abierta ante sí la opción de volverse a su país (se nos hace saber con muchos detalles que el pibe es de clase media instruida), el viajero tiene que enfrentarse y cumplir con cada uno de los tópicos del latino en Estados Unidos: trabaja limpiando y arreglando cosas, tiene que explicar que un chileno no es exactamente lo mismo que un ecuatoriano o un mexicano y se desespera por defenderse en un idioma que no es el suyo y del cual sus hablantes piensan que es el único en el mundo. El escritor y director Alberto Fuguet, sin ninguna bajada de línea grosera, va describiendo los puntos altos y bajos de las dos culturas que se enfrentan y pronto todos nos contagiamos la desolación del protagonista en ese páramo de rubios con rosácea, cerveza, autopistas, comidas rápidas y música country. Sin embargo, avanzada la trama, pacientemente, ambas idiosincrasias se van entrelazando para que, conservando las diferencias pero ya no asustándose una de la otra, terminen conviviendo amistosamente en un sillón destartalado.


La segunda, Amateur, es un documental sobre un dentista entrerriano que tiene un millón de hobbies, pero el principal es ser realizador no profesional de westerns en formato súper 8 casero. Jorge Mario está enamorado del esplendor de la cultura yanqui que veía en las películas de vaqueros de su infancia e intenta emularlas con los recursos que tiene a su disposición. En este documental la cultura extranjera se trasplanta por imitación y consigue un involuntario resultado humorístico parecido a un capítulo de Cha Cha Cha. Ojo, no soy tan tonta, la película en realidad quiere contar otra cosa, el retrato de un megalómano, de un apasionado que intenta conquistar el mundo desde un lugar perdido de Argentina haciendo todas las actividades que tiene a su alcance. Pero también habla un poco del tema que me ocupa hoy, de cómo forjamos nuestra identidad a partir de la visión de los otros y de cómo un aparato cultural como es el cine resulta auténtico en alguna de sus manifestaciones solamente en el lugar donde fue creado.


Por último, esta trilogía baficística termina con Canción de amor. Este es más que nada un documental de observación, que se dedica a mostrar los lugares públicos en los que circulan las canciones románticas en sus facetas populares. Uno tras otros vamos viendo en escenas un poco largas locaciones como bailantas, cabarulos, geriátricos, vagones de subte o micros en los que las canciones ofician de música funcional o excusa de reunión. Kari Idelson parece tener la idea de que a esa música “grasa” le corresponde un público feo y no se esconde en medias tintas para mostrarlo. Nadie es feliz en sus escenas (salvo los novios que bajan de una escalinata fosforescente, quizás, pero hasta en ellos su euforia se ve impostada) y en nada Idelson puede encontrar belleza. Debe ser porque siente que Los Otros que está observando son muy distintos a ella y al público que va a ir a ver su documental, por eso, decide distanciarse, dejar su cámara quieta y exhibirlos un poco zoológicamente como demostración de la tesis que venía pensando. Inclusive, hasta a veces decide recortarlos, mostrar solamente algunas partes de sus cuerpos o de sus ambientes para resignificarlos en imágenes abstractas, como para indicar que hasta en esos lugares un director de cine con inquietudes estéticas puede encontrar un poco de “arte”. En Canción de amor Los Otros no dialogan, se chocan, se miran de costado y se tranquilizan en la diferencia.


Busquen algunas, descarten otras, de estas tres películas tres en las que podemos gritar: ¡Viva la diferencia!

El Bafici no se mancha (BAFICI 2011)

Por Cecilia Simeoni

Llegaba a la proyección tarde, corriendo a último momento y con miedo de que la celosa organización del Bafici (que este año decidió descargar su furia sobre mi raza de impuntuales) no me dejara entrar. Las luces ya estaban apagadas y la primera sorpresa fue encontrar la sala llena hasta el punto de que solo la segunda fila estuviera libre. Algo bueno está pasando en Buenos Aires si un documental agota localidades, pensé ilusamente. Pero recuperado el aliento de la corrida, frente a las primeras imágenes de la película que mostraban la Bombonera sospeché que algo no estaba bien: al grito de La Doce que salía de la pantalla en algo que parecía un esmerado efecto de sonido cuadrafónico, se sumó desde las plateas un coro muy vívido que dejaba oír “Boca yo te sigo a todas partes y cada día te quiero más…“.

Con más temor que curiosidad giré sobre mi asiento y ahí, ante mis ojos que lentamente se iban acostumbrando a la penumbra de la sala mal iluminada con los resplandores azul y oro de la pantalla, vi, sin dar crédito a lo que sucedía, un mar de camisetas bosteras. Era una sucesión de caras enardecidas que miraban las imágenes y al mismo tiempo goleaban la butaca de enfrente. Mechados entre anteojos de marcos oscuros o de carey y chicas con carteras de Puro estaban ellos. De alguna forma habían llegado hasta ahí y la platea era suya y, crease o no, por una hora y pico, el Bafici fue parte de la mitad más uno.

Football is God es un documental filmado por un danés que, entre admirado y alarmado, descubre que en un remoto país de nombre plateado y junto a un río tranquilo y marrón existen raros personajes que hicieron del fútbol algo más que un simple deporte: lo convirtieron en su forma de fe. El director sigue con ojo curioso la vida de tres personas en especial. La primera es la tía, una señora encantadora pero absolutamente excesiva que abre la boca con la misma pasión para expresar su amor a sus ídolos deportivos, putear a los jugadores contrarios o rezar al Altísimo para conseguir buenos rendimientos para su equipo. Pero La Tía también es una tía en el sentido familiar de la palabra y de la forma más entrañable persigue a los jugadores para regalarles caramelos, recordarles que deben comer bien u obsequiarles calzoncillos para sus cumpleaños. El segundo personaje es un chico fan de Maradona que sueña con tener un hijo para ponerle Diego de nombre y que no sólo oficia en la Iglesia Maradoniana sino que festeja cada cumpleaños del Diez y conserva su palabra con la severidad de comprometido feligrés. Por último, el tercer protagonista lleva su fe futbolística a un lugar más lejos. Para Hernán Boca es todo: megafuerza omnipresente que da sentido a su vida, emoción a sus días y definición de su identidad.


La mirada de Ole Bendtzen muestra esas vidas con respetuosa objetividad que resulta acrítica, aunque a todas luces el fanatismo en cuestión no deja lugar a duda sobre la insania de fanático en cuestión. Locura asumida, por lo menos por uno de ellos de quien presenciamos la sesión terapéutica a la que asiste en busca de ayuda para aprender a moderar ese amor que le pesa como una adicción. Esta objetividad está sostenida por la belleza con que se muestra a otros fanáticos, los comunes, los normales, desmesurados pero bien, parece decir. Hay cámaras tan cercanas e invisibles que se mimetizan y parecen no existir, entrevistas que esperan a que el invitado cuente lo que quiere decir y no sólo responda a la pregunta. Y también hay un registro de pequeños detalles que nos hablan de estos místicos del fútbol pero también de personas, seres humanos con vidas, entornos, afectos.


Yo no sé que esperaban encontrar los extrapolados de La Doce en el Hoyts copado por cinéfilos chistantes, yo no sé cómo llegó a la sala el chico rubio que pensó que era oportuno arrodillarse y besar la pantalla que mostraba un gol de Palermo o el que emitió un sonoro pedo bucal durante un sutil ralentí de papelitos flotantes. Yo no sé que pensaba el gringo sentado al lado mío cada vez que me consultaba con mirada urgente si debíamos escaparnos de esa horda o si estábamos seguros, pero los que sí sé es que, si el director estuvo presente esa noche en la sala, se llevó en la retina material para filmar una secuela de este su documental.

En simultaneo con ¡Esto es un bingo!