19 de abril de 2011


Por Cecilia Simeoni

Música Campesina. Alberto Fuguet, Chile, EEUU, 2011- Fuguet parece haber conseguido el difícil objetivo de hacer una película de inmigrantes sin caer en los lugares comunes de este género. Su película Música campesina cuenta la historia de un hombre que viaja a vivir en un país que no es el suyo pero sin caer en el miserabilismo ni el patetismo social que parece ser asunto obligado de todas las películas que abordan el tema.


Esta película cuenta la historia de Alejandro, un chileno clase media que migra a la tierra del sueño americano sin el entusiasmo típico del inmigrante. O mejor dicho con otro entusiasmo muy diferente (equivalente a la fuerza de una yunta de bueyes, según la sabiduría popular) que genera seguir a una gringa con la que ha vivido un fuerte encaprichamiento en su tierra natal. Abandonado por la chica en cuestión nuestro héroe burguesito se encuentra catapultado a un lugar en el que no esperaba encontrarse. Como no puede afrontar la vergüenza de volver a casa con el rabo entre las patas, pasea por la tierra extranjera siendo el otro, como tantos inmigrantes que llegaron allí en busca de un sueño, pero a él que el sueño se le acaba de desbaratar entre las manos, le falta la ilusión y las verdaderas ganas de integrarse.


Fuguet pasea a Alejandro por todos los cliché del género: tiene que ponerse en la piel del personal de servicio, del latin lover, del inmigrante ilegal, debe aclarar 50 veces dónde está Chile y sobre todo, debe afrontar el exilio más duro de todos: el que implica estar incomunicado cultural y lingüísticamente en una sociedad que, en el fondo, lo desprecia bastante.


Una vez más, el director podría habernos descargado una batería ejemplificadora sobre la pluralidad cultural, pero opta por caminos más complejos que llevan a la empatía por la parodia y el humor creando un personaje querible con el que es muy difícil no identificarse.


En este sentido, la lucha con el idioma es una de las herramientas principales. El inglés mentiroso que le permitía chapucear en su tierra natal y manejarse mal que mal en los viajes turísticos es, a todas luces, insuficiente entre los nativos y un humor absurdo y angustioso surge en los gags de incomunicación en los que todos (sobretodo los poliglotas chapuceros) nos sentimos solidarizados.


Esta empatía se apoya en una excelente actuación que mantiene toda la fuerza de la historia pero también en un manejo de la imagen y el sonido que actúa como potenciador de lo cercano y afín, pero también, de la fealdad y la frialdad de lo extraño y distante. La banda de sonido subraya todo el tiempo ese horizonte cultural que Estados Unidos representa para el imaginario de los habitantes "culturalmente motivados" de las ciudades grandes de Latinoamérica y al mismo tiempo desviste esta ilusión cuando descubrimos que en su entorno natural es solo paisaje lo que de lejos se ve con un aura de mito. Un astuto tratamiento del sonido nos lleva de a ratos al interior del personaje, con un off que está más cerca de un fluir de la conciencia literario (al fin y al cabo hay que recordar que Fuguet viene de la literatura) que de un recurso que en cine siempre es artificial y hasta molesto. Con la cámara pasa algo parecido, registra cuidadosamente el entorno, está puesta al servicio del los ojos del personaje y vemos todo lo feo, lo frío y lo hostil que puede ser ese no lugar en el medio de algún lado del sur de los Estados Unidos.

Contra la ilusión de encontrar una vida mejor en el primer mundo, con la conciencia de que en un mundo globalizado siempre se puede seguir siendo diferente y con las ganas de contar una vieja historia de una manera nueva, Fuguet nos presenta este pequeño cuento de iniciación que nos ayuda a pensar qué pasa cuando uno está en los zapatos del otro..

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